Billiken te acerca una historia para leer con tus hijos y tus alumnos. Remedios, la protagonista, está enamorada del capitán Bugallo, pero en 1812, cuando conoce al teniente coronel recién llegado, todo comienza a cambiar.
Mi querida Angelita:
¡Qué galante es el capitán Bugallo! Es capaz de sacarse la capa y tenderla en el barro para que una dama cruce la calle sin ensuciarse los pies. ¡Y es hermoso como un Apolo! ¡Y tiene tanta sensibilidad! Vino a la tertulia del jueves y lo oí hablar con papá: dice que no soporta ver a los mendigos en las calles. Le parece insufrible. Claro que vos dirás que haría mejor en darles unas monedas, y más si son mendigos de guerra. Pero el capitán Bugallo no cree en pequeñas caridades. Para él se trata de todo o nada, y prefiere hacerles un monumento de bronce antes que darles una limosna.
Mis hermanos te mandan memorias y desean que tu padre pronto recupere la salud. Yo te agradezco la pieza de tela azul cielo que me regalaste para mi santo. Es exactamente el color que quería. Mi vestido quedará magnífico.
¡Ya tenemos catorce años, Angelita! ¿No te parece increíble? Estamos en edad de merecer. Ojalá que padre se dé cuenta pronto de lo mucho que me conviene el apuesto capitán Bugallo.
Te quiere, tu amiga del alma QSMB
Remedios
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¡Malas nuevas, Angelita!
El domingo, después de la misa, padre me presentó a un teniente coronel del que no tenía ni noticias. Se apellida San Martín. Es seco y duro como la corteza de un árbol.
Me besó la mano, como hacen en las cortes, pero enseguida me dejó sola en el atrio de la iglesia y se puso a hablar con papá y mis hermanos, sin mirarme ni una sola vez.
¡Comprenderás entonces mi sorpresa cuando padre me dijo en casa que ese tal San Martín me había pedido en matrimonio!
¿Te imaginás? ¿Yo, casada con un desconocido, un hombre horrible que para colmo es un viejo (debe andar por los treinta años), y que encima habla como un godo, igualito a los que quieren sacarnos la libertad?
Le dije a padre que lo olvide. Mi corazón es un templo consagrado al capitán Bugallo, aunque jamás hallamos cruzado una palabra. Te mantendré al tanto de los acontecimientos.
Tu amiga que te quiere
Remedios Escalada
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(...) son mis lágrimas, no manchones de tinta! ¡No puedo creer que en pleno siglo XIX sigan obligando a las niñas a casarse con quien no aman!
Me dan ganas de hacer una locura, de escaparme a donde nadie me moleste. Si ésta es la última carta mía que recibís, quiero que sepas que sos la más fiel de las amigas que pude tener.
Tu desconsolada Remedios
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Mi querida Angelita:
Mejor es que te enteres por mi boca de los pormenores. Deseo que todo permanezca así, en el mayor de los silencios.
Salí la noche del 11, con mi maletita de viaje repleta, y me atreví a ir hasta el cuartel, a buscar al capitán Bugallo. Mas ¡ay! no lo hallé, y desesperada de verme sola en medio de la calle, y a esa hora, tomé para el lado de la Alameda, dispuesta a tirarme de cabeza al río, o al menos a embarcarme en el primer bote que pasara, para alejarme del ogro de mi padre y del insulso San Martín que quería imponerme.
Lloré mucho y me embarré hasta el alma, mi querida. El viento me apagó el farol y tuve que andar a tientas. En seguida me extravié. Quise tomar el camino a San Fernando, pero no encontraba ninguna señal más que la luna reflejándose en el río. A la madrugada, unos mendigos me salieron al paso: recordé las palabras de Bugallo, y cuando me tendieron la mano pidiendo limosna estuve a punto de no darles nada. Pero vi que con ellos tenían un niño, un niñito de meses, y vos sabés cómo me gustan los niñitos chicos, así que me enternecí y les di las confituras que había traído para pasar el viaje. Ellos me lo agradecieron, y el más viejo, al que le faltaba una pierna por haberla perdido en una de nuestras guerras de independencia, me dio fuego para que volviera a encender el farol.
¡Qué horas horribles pasé perdida! Me metí en un lodazal con verdines y mosquitos, ¡y no podía salir! Me senté en un pedazo de tronco lleno de alimañas, rendida, y me puse a llorar y a lamentar mi fuga. ¿Qué diría mi padre? ¿Cómo iba a volver? Ni siquiera contaba con mis hermanos para que me defendiesen...
Y en eso estaba cuando oí el galope de un caballo. “¡Es él!”, pensé. “¡Es el capitán Bugallo, que viene a rescatarme!”. Pero del caballo se apeó el teniente coronel San Martín. Llevaba una luz en la mano y se había tirado la capa encima de una especie de mameluco de franela que usaba para dormir. Me ofreció su mano para ayudarme a salir del lodazal y yo la acepté, aunque, eso sí, muy digna y fría.
“¿Cómo me encontró?”, le pregunté con tiesura. Él me explicó que mis hermanos habían ido hasta donde se hospedaba para contarle mi desaparición, temerosos de que padre me encerrara para siempre en la Casa de Ejercicios. Así que él había venido a llevarme de vuelta a casa, así sin más.
A la luz de la Luna pude ver que es bastante armónico, a pesar de sus años. Acepté su explicación, pero insistí en saber cómo se había puesto sobre mi huella.
“Fueron los hombres del camino los que me dieron sus señas”, me dijo. Yo noté que había dicho “hombres”, y no “mendigos”. “Uno de ellos tenía un hijito pequeño”, dijo más despacio. “Me caen bien los críos pequeños, así que les di todos mis reales. El padre del chico es artillero. Lo voy a reclutar”, concluyó.
Después me explicó que quería armar un ejército de granaderos en el Retiro. Yo creo que este hombre está loco, completamente deschavetado. Pero lo cierto es que me llevó a casa y distrajo a mis sirvientes para que yo pudiera entrar sin ser vista.
Mis hermanos lo invitaron a tomar el chocolate... ¡y tuvo el descaro de pedirme la pieza de tela azul cielo que me regalaste!
“Haría una buena bandera”, dijo sin dirigirse a nadie en especial. Pero después me miró. Y sonrió. Y por la Virgen te juro que no parece nada viejo cuando sonríe. ¡Y ésa es toda la historia de mi fuga! Por favor, no se la cuentes a nadie. Te mando mil memorias y espero verte pronto.
Tu amiga Remedios
PD: Su nombre de pila es José. ¿No es horrible? Dice que si tuviera un hijo le pondría su nombre. Y si tuviera una niña le pondría Mercedes. ¡Qué ocurrencia!
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