La violencia que afecta a niños, niñas y adolescentes sigue siendo un problema global. Se manifiesta de muchas maneras —física, verbal, emocional o digital— y a menudo pasa desapercibida. De hecho, solo una pequeña parte de los casos llega a ser denunciada. Por eso, construir escuelas seguras requiere un esfuerzo colectivo, sostenido y consciente.
Implica que cada adulto que rodea a un chico —docentes, familias y equipos escolares— asuma un rol activo para reconocer señales, acompañar con cercanía y promover vínculos respetuosos.
Cuando la comunidad educativa comparte criterios claros y se mantiene atenta, la escuela se convierte en un espacio donde todos pueden aprender y expresarse sin miedo. Hay, al respecto, cinco criterios fundamentales.
1. La responsabilidad siempre es adulta
La primera clave es clara: los adultos llevan la responsabilidad central del cuidado. Los chicos pueden aprender qué es la violencia y reconocer cuándo algo los lastima, pero son los adultos quienes deben detectar señales, intervenir y garantizar condiciones de bienestar.
Esto implica estar disponibles, ser sensibles, saber escuchar y actuar sin demoras. También requiere ofrecer información comprensible, sin crear miedo ni confusión. Cuando un adulto transmite seguridad, los chicos se animan a hablar.
2. La protección se construye en equipo
Las escuelas seguras no dependen de una sola persona: son el resultado de un trabajo conjunto entre docentes, familias y estudiantes. Para que esto funcione, todos deben conocer:
- Los derechos de la infancia.
- Las diferentes formas de violencia, incluso las más sutiles.
- Los canales para pedir ayuda o comunicar una preocupación.
Crear espacios cotidianos de escucha —una charla en el aula, un momento de consulta, un adulto de referencia— ayuda a que los chicos se sientan comprendidos. Cuando la familia y la escuela están conectadas, la detección temprana es más efectiva.
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3. Mirar más allá del bullying
Muchas veces se piensa que la violencia escolar se limita al acoso entre pares. Pero la realidad es mucho más amplia: los chicos y chicas pueden sufrir distintas formas de maltrato en distintos ámbitos.
Algunas señales importantes se pasan por alto porque no dejan marcas visibles o porque se consideran “cosas de chicos”: gritos, insultos, exclusión, burlas, silencios que hieren. Cuando los adultos minimizan estas situaciones, los chicos las normalizan.
Por eso, es fundamental ampliar la mirada y comprender que toda forma de maltrato —aunque parezca pequeña— afecta el bienestar emocional.
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4. Hablar protege: la información siempre ayuda
El silencio nunca es una herramienta de cuidado. Los chicos tienen derecho a hablar de lo que viven, a expresar sus emociones y a decir que algo no les gusta. En el aula, los adultos pueden:
- Trabajar ejemplos que ayuden a identificar situaciones de daño.
- Generar conversaciones guiadas y respetuosas.
- Validar lo que los chicos cuentan sin juzgarlos.
Frases como “Gracias por confiar en mí” o “Estoy para ayudarte” transmiten seguridad. En cambio, preguntas que cuestionan su relato solo crean miedo o confusión. La información clara —adaptada a cada edad— no traumatiza: da herramientas para cuidarse.
5. Para prevenir, hay que elegir bien las estrategias
No toda medida de prevención funciona. Para construir escuelas seguras, es necesario optar por programas y acciones basadas en evidencia, que hayan demostrado beneficios y que puedan evaluarse con el tiempo.
Las iniciativas improvisadas pueden generar confusión o incluso efectos no deseados. En cambio, cuando una escuela revisa periódicamente sus prácticas, analiza sus resultados y ajusta lo necesario, crea entornos más sólidos y confiables.
Crear una escuela segura no depende de grandes gestos, sino de acciones sostenidas: escuchar, acompañar, estar atentos y actuar con sensibilidad. Cuando esas claves se vuelven parte de la vida cotidiana, aparecen chicos que se animan a decir “esto no está bien” y que saben que un adulto los va a cuidar.
Basado en una nota de The Conversation / Reproducido bajo el formato Creative Commons / Autoras de la nota original: Irene Montiel Juan y Patricia Hernández Hidalgo (Universitat Oberta de Catalunya).