Tal como lo indican Carla Baredes y Pablo Pineau en “La escuela no fue siempre así” (2008), en el siglo XVIII las ideas de igualdad y libertad establecieron que la educación debía ser un derecho de todos, en vez de un privilegio para pocos. Sin embargo, que la escuela fuera para todos no significaba que todos fueran a la escuela. De hecho, era muy común que los niños trabajaran en las fábricas junto con sus padres y crecieran sin ir a la escuela. Recién a fines del siglo XIX se dictaron leyes que establecían que la escuela debía ser obligatoria.
Los excluidos del sistema educativo
Las limitaciones para ir a la escuela en siglos pasados no sólo tuvieron que ver con ser pobres o ricos. Tampoco podían estudiar las mujeres, los que no tenían piel blanca, los que no eran devotos de la religión del país, quienes tenían algún impedimento físico y los que tenían una cultura distinta.
El caso de Ambrosio Millicay
En 1819 Ambrosio Millicay, un mulato que vivía en Catamarca (Argentina) y trabajaba para el maestro de campo Nieva y Castillo, recibió veinticinco azotes en la plaza pública porque se había descubierto que sabía leer y escribir. Fue castigado, humillado y expuesto frente a todos, ya que las autoridades locales consideraban que no era digno de recibir educación.
¿Cuándo la educación pasó a ser un derecho de todos?
En 1959 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sancionó la “Declaración de los Derechos del Niño”, en donde se afirmaba que todos los niños tenían derecho a recibir una educación gratuita y obligatoria, “sin excepción alguna ni distinción o discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia”.
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