Los pájaros cantan con distintas melodías en función de su estado anímico o emocional. Los gatos maúllan de manera diferente en función de las necesidades que quieren expresar. Los primates no humanos, como los chimpancés o los lémures, producen vocalizaciones específicas para interactuar con sus iguales. Y los bebés humanos, antes de hablar con palabras, vocalizan y balbucean de manera distinta para quejarse o mostrar su satisfacción.
¿Qué tienen en común estas situaciones? La herramienta que producen estos actos comunicativos: el uso de la melodía.
Más que palabras
Igual que algunos animales, los humanos utilizamos la modulación melódica del habla, la llamada prosodia del lenguaje, para comunicarnos. Solo modificando el tono, la duración de las sílabas o la intensidad de la voz, podemos expresar estados emocionales (alegría, enfado, sorpresa…), tipos de oraciones (declarativa, interrogativa o imperativa), o matices pragmáticos (como ironía, insistencia o incredulidad).
El hecho de que tanto humanos como otros animales seamos capaces de percibir y comprender los matices prosódicos cuando hablamos con un interlocutor, y que juguemos con esta estrategia para expresar nuestro estado emocional o intencional, puede haber emergido como rasgo adaptativo y funcional. Su fin sería cohesionar los grupos sociales, asegurar la reproducción de la especie y sobrevivir a los peligros.
La prosodia es clave para explicar el origen del lenguaje tanto a nivel filogenético (de la evolución de la especie) como ontogenético (del desarrollo del lenguaje desde la infancia). A pesar de que ha sido tradicionalmente menos estudiada que algunos otros componentes del lenguaje humano como la sintaxis o la semántica, hay múltiples evidencias científicas de su papel fundamental en nuestra comunicación. Y muy particularmente en el proceso de desarrollo del lenguaje de los bebés.
De hecho, junto con los gestos, es la herramienta principal de comunicación hasta que la mayoría de los bebés son capaces de producir sus primeras 25 palabras, alrededor de los 18 meses, como exponíamos en un trabajo la investigadora Pilar Prieto y yo. Vamos a ver el porqué.
Llantos con acento alemán o francés
En 2009, la doctora Birgit Mampe, de la Universidad de Wurzburgo, en Alemania, publicó junto con otras tres colegas un estudio en la revista Current Biology que impactó y sigue impactando en el campo de la adquisición del lenguaje. Descubrieron que los bebés, a las pocas horas de nacer, lloran de forma distinta dependiendo de si sus padres hablan en alemán o en francés. O sea, que el llanto de los recién nacidos reproduce las características melódicas de la lengua que han escuchado mientras estaban dentro del vientre de la madre.
Las autoras grabaron los llantos de 30 recién nacidos de familias monolingües alemanas y otros 30 de familias monolingües francesas. Después de analizar sus características tonales, vieron que los bebés galos lloraban mayoritariamente con un tono ascendente (subía despacio y llegaba al pico hacia el final del llanto), mientras que los alemanes se expresaban casi siempre con un tono descendente (el pico tonal ocurría hacia el inicio del lloro y luego descendía progresivamente).
Los dos patrones imitan la prosodia más característica de cada una de las dos lenguas. A pesar de que este estudio no haya sido replicado todavía por otros colegas, aportó evidencias de que el llanto tiene información lingüística y que los bebés perciben la melodía del habla ya desde la gestación.
Les encanta que les hablemos exageradamente
La prosodia desempeña, en definitiva, un papel fundamental en el desarrollo del lenguaje al principio de la vida. Los recién nacidos de pocas semanas pueden percibir los patrones prosódicos del habla de los adultos, especialmente el ritmo y la distribución de las sílabas tónicas. Computan estadísticamente el ritmo para distinguir su lengua materna de otros idiomas.
Les encanta la prosodia del “habla dirigida a niños” (child-directed speech, en inglés), que se caracteriza por ser mucho más melódica y exagerada. Esta manera especial de hablarles hace que ciertas palabras sean más prominentes y que, como consecuencia, los niños se fijen más en el objeto o evento al cual se refieren.
Llantos y vocalizaciones con intención
Antes de producir sus primeras palabras, los bebés solo pueden expresarse mediante el llanto y las vocalizaciones. A partir de los 9 o 10 meses de vida, ambos empiezan a tener intención comunicativa; es decir, se dan cuenta que a través de los sonidos que producen con su boca pueden cambiar el mundo que les rodea.
Hasta ese momento, los adultos reaccionamos de acuerdo con lo que deducimos que les está pasando, pero es a los 9 o 10 meses cuando los bebés empiezan a llorar y vocalizar para que nosotros respondamos de cierta manera.
¿Cómo podemos saber si un bebé intenta decirnos algo? De nuevo, parece que las características prosódicas son la clave. Las vocalizaciones intencionales suelen ser más cortas y con más variación melódica (como una oración exclamativa de los adultos), mientras que las no intencionales (también llamadas accidentales o investigativas) son mucho más largas y monótonas.
Las pistas prosódicas de estas primeras expresiones dan mucha información comunicativa. Pueden servir para distinguir una queja de una sorpresa o una muestra de satisfacción, o entre una vocalización para pedir algo y otra para indicar de forma declarativa un estado de cosas.
Señalo, luego me comunico
Otra forma muy clara de saber que un bebé ya se comunica intencionalmente es que empieza a señalar con el dedo o con la mano. Estos primeros gestos de señalamiento suelen aparecer entre los 10 y los 12 meses de edad. A partir de ese momento y durante los meses siguientes son una fuente de información muy valiosa para saber en qué punto de su desarrollo lingüístico y cognitivo se encuentra.
Si un bebé de 13 meses vocaliza y dice “adda” mientras señala a su juguete favorito, sabemos que está comunicándose con nosotros para decirnos el nombre del juguete o pedirnos que se lo demos. De forma espontánea es muy probable que nosotros le respondamos diciendo el nombre completo del objeto (por ejemplo, “¡Sí! ¡La pelotita!”) y seguramente le daremos o le acercaremos la pelota.
A partir de este rico intercambio comunicativo a tres (bebé, adulto, objeto), los niños aprenden que esa cosa tiene un nombre y que si vocalizan de cierta manera y la señalan, nosotros vamos a hacer lo posible para que puedan llegar a ella.
Cuando escuchemos a un bebé llorar es importante recordar que es su forma de expresar su estado físico o emocional, primero, y de comunicarse con el mundo que le rodea, después. Poco a poco, estos primeros sonidos, llantos y balbuceos reflejos empezarán a tener forma de palabra (las llamadas proto-palabras), con intención comunicativa. Después aparecen las primeras palabras, pero no sin antes haber pasado por este viaje lingüístico en el que la melodía del habla ha jugado un papel fundamental.
(c) The Conversation / Núria Esteve-Gibert (UNIR - Universitat Oberta de Catalunya) / imagen: Freepik