La locución “No hay tutía que valga” surgió en la Edad Media. En esa época histórica los conventos cumplían funciones hospitalarias: daban hospedaje a los viajeros (comerciantes, guerreros o artistas) y en muchos casos les curaban las heridas.
¿Cómo surgió la expresión “No hay tutía que valga”?
Tal como lo indica el periodista argentino Daniel Balmaceda en “Historias de letras, palabras y frases” (2014), los monjes contaban con un remedio que parecía ser muy eficaz. Se llamaba “atutía” y estaba compuesto por sales de óxido de zinc. Su primera función medicinal fue la de curar problemas de la vista. Luego se descubrió por accidente que también servía para cicatrizar.
Gracias a la “atutía” se detenían hemorragias, lo que hacía que los pacientes no se desangraran. No obstante, si una herida era muy profunda, la solución inmediata para no perder al paciente era la amputación. En esos casos se decía: “No hay atutía que valga”, lo que equivalía a decir que el paciente debía ser amputado o que iba a morir. Con el tiempo la palabra “atutía” fue perdiendo vigencia y la frase se convirtió en: “No hay tutía que valga”.
La lengua es un sistema convencional de signos utilizado por las sociedades para establecer una comunicación y, como tal, se encuentra en constante cambio. En este sentido, las frases más conocidas popularmente tuvieron su origen mucho tiempo atrás, en contextos muy diferentes a los de hoy en día.
Significado actual de la frase
Hoy en día la expresión “No hay tutía que valga” se utiliza sin pensar en el contexto que le dio origen. Por extensión, se trata de una frase que hace referencia a que algo es irremediable, que no tiene remedio que lo cure.