Durante mucho tiempo los maestros no eran profesionales de la enseñanza. Eran hombres sin ninguna preparación especial, que sabían sobre un tema y ganaban dinero al enseñarlo de manera informal. Cualquier escribano, panadero o cura, por ejemplo, podía ser maestro. Las clases se daban en las propias casas, en talleres, en alguna municipalidad, iglesia o convento.
Los maestros como profesionales de la enseñanza
Tal como lo indican Carla Baredes y Pablo Pineau en “La escuela no fue siempre así” (2008), hacia el siglo XVI hubo quienes empezaron a decir que los maestros debían tener herramientas útiles al momento de enseñar, tanto para conocer a los niños y niñas como para evaluar sus conocimientos. Pero fue recién en 1794, en París, cuando se fundó la primera “escuela normal”, donde se podía estudiar para ser maestro. Cincuenta años más tarde, ya había escuelas normales en muchos lugares del mundo y para ser maestro había que obtener primero el título habilitante para ejercer la profesión.
Las primeras mujeres maestras
El verdadero cambio en el ámbito educativo llegó a principios del siglo XX, cuando enseñar pasó a ser una tarea también de las mujeres. Al principio, la idea de que las mujeres dieran clases causó alboroto. Por entonces, muchas personas creían que las mujeres no estaban capacitadas para realizar tareas en las que se tuviera que pensar o tomar decisiones, como enseñar, votar u opinar. Una vez que se aceptó la idea de que las mujeres podían ser maestras, se les puso demasiadas exigencias. Por ejemplo, en algunos lugares de Estados Unidos, antes de empezar a trabajar tenían que firmar un contrato en el que se indicaba qué podían hacer y qué no. Entre otras cuestiones, no podían casarse ni andar en compañía de hombres. Tampoco tenían permitido fumar cigarrillos o tomar cerveza, pasear por la ciudad, usar ropa de colores brillantes o usar vestidos que quedaran a más de cinco centímetros por encima de los tobillos.
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