Hasta 1914, no existía una forma de conservar la sangre que se extraía de las transfusiones porque, en un lapso de entre 6 y 12 minutos, se armaban coágulos y era imposible realizar la donación. Por lo tanto, era necesario que el paciente que fuera a recibirla fuera intervenido inmediatamente.
Luis Agote, un médico e investigador argentino, fue quien inventó lo que hoy se conoce como la transfusión de sangre indirecta. Este mecanismo permite que el donante pueda dejar su muestra sin necesidad de que se atienda a la persona enferma en ese mismo momento.
La técnica la desarrolló dentro del Instituto Modelo de Clínica Médica del Hospital Rawson, lugar que él mismo fundó. Allí descubrió que el citrato de sodio bloqueaba la formación de coágulos y, además, que era una sustancia que no generaba riesgos en el paciente.
El 9 de noviembre, bajo la atenta mirada de Epifanio Uballes, Rector de la Universidad de Buenos Aires y Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina, se realizó la primera transfusión con este método. Para la prueba, se usó a un paciente que había perdido gran cantidad de sangre en un accidente. A los tres días, el hombre fue dado de alta.
A raíz de lo sucedido, se demostró que funcionaba. Desde entonces, este conocimiento se extendió a todas partes del mundo y, actualmente, continúa utilizándose con éxito.