Desde los años 60 se conoce el dato de que algunas especies de hongos tienen una resistencia muy alta a la radiación. Algunos de ellos crecen en contextos naturales adversos, como en las laderas de las montañas de la Antártida, donde los niveles de rayos ultravioleta están entre los más altos del planeta Tierra.
A fines de los años 80, científicos ucranianos que se encontraban estudiando los restos del reactor 4 de Chernóbil, luego de su destrucción, descubrieron que un hongo negro parecido al moho crecía en las paredes y en los charcos de agua radiactiva. Este ser vivo, no sólo sobrevivía a los niveles de radiación presentes en el edificio, sino que también parecía aumentar su tamaño.
¿Pueden los hongos usar la radiación como alimento?
Siguiendo esta línea, los investigadores se dieron cuenta de que los hongos de Chernóbil tenían una particularidad: parecían radiotróficos. Eso significa que buscan activamente esos altos niveles de radiación y se benefician de ella. La utilizan como fuente de energía.
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Estudios llegaron a la conclusión de que las células de hongos como los Exophiala dermatitidis y los
Cryptococcus neoformans crecían muchísimo más rápido si estaban expuestos a altos niveles de radiación.
La melanina juega un papel clave. Descubrieron que actuaba como un escudo radioprotector, pero también un transductor de energía que podía detectar y quizás aprovechar la energía de la radiación de la misma manera que los pigmentos fotosintéticos ayudan a aprovechar la energía de la luz solar. Al no haber vegetación en descomposición de la que alimentarse, debe recurrir a otros mecanismos para obtener energía.
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Esta adaptación de los hongos tiene antecedentes. Hubo una época en la que la Tierra contaba con un alto nivel de radiación. En muchos fósiles de hongos se halló evidencia de melanización, especialmente en períodos de alta radiación cuando muchas especies animales y vegetales se extinguieron.