Por Laura Ávila
Manuel corrió descalzo hasta alcanzar el patio de los estudiantes: se frenó para tomar aliento y ver si todavía lo seguían. No distinguía gran cosa en la oscuridad.
–¡Indiano! ¡Te raparemos sin hacer espuma! –le gritaron.
Se refugió tras la estatua de Fray Luis de León, que se erguía en un ángulo poco iluminado.
En el patio aparecieron tres de los estudiantes mayores. Venían en su búsqueda para “bautizarlo”, ahora que había ingresado en la universidad de Salamanca, en pleno corazón de España. Pero Manuel no quería ningún bautismo, y menos de esos tres que ahora estaban jugando con una navaja.
–¿Cómo quieres las patillas?
En ese momento la luz de la luna proyectó la sombra delgada de Manuel en las baldosas.
–¡Ahí está!
Los tres mayores no le dieron tiempo a huir: lo derribaron de una zancadilla y lo agarraron del pelo.
Manuel trató de zafarse tirando patadas.
Por el fondo pasaba un chico de primer año rumbo a la letrina. Estaba en camisa de dormir y se detuvo en medio del patio con cara de nada. Entre las manos llevaba una bacina.
–Es Pío Tristán –murmuró uno.
–¡Largo de aquí! –se envalentonó el de la navaja.
El chico de la bacina se acercó a paso lento. Manuel, desde el piso, vio que la tenía llena hasta los topes.
–Me voy cuando yo quiero –dijo–. Estás hablando con el subteniente Tristán.
–Estoy hablando con otro indiano, aunque tenga galones.
Los mayores se echaron a reír. Tristán se puso rojo. Con un gesto rápido tiró el contenido de la bacina en la cara del de la navaja y le dio una patada que lo desarmó. Tuvo tiempo de pegar dos o tres bacinazos sobre las cabezas de los agresores, hasta que soltaron a Manuel y se dieron a la fuga.
Manuel se tocó los cabellos para ver si todavía los tenía. Pío Tristán lo contemplaba sin emoción, como si nada hubiera pasado.
–Al menos te ahorraste el camino hasta la letrina –dijo finalmente Manuel.
–¡Qué acento raro tienes!
–Es de Buenos Aires. ¿De verdad sos subteniente? –preguntó Manuel incorporándose.
–Soy soldado desde los siete años. Ahora cumpliré catorce.
–Yo voy a cumplir dieciséis. Me llamo Manuel.
–¿Manuel qué?
–Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.
–¿Qué clase de nombre es Corazón? Venga, Belgrano estará bien para nombrarte.
En Salamanca hacía furor el billar. Los mejores jugadores eran alumnos de la facultad y tenían
gran reputación entre sus compañeros.
Apenas Pío le enseñó a jugar, Manuel descubrió que se podían calcular los golpes del juego a través de operaciones matemáticas. Con eso empezó a ganar muchos partidos. Se iba acostumbrando a Salamanca, pero extrañaba su tierra americana. Así se lo confesó un día a Tristán en la casa de billares, pensando que Pío compartía ese sentimiento. Pero Tristán lo miró como si se hubiera vuelto loco:
–¡España es nuestra verdadera casa, Belgrano!
América es una colonia española.
–Sí, pero mis padres están ahí.
–¿Y qué? Cuando sea mayor viviré aquí y nadie recordará que nací en el Perú.
–¿Dónde queda el Perú? –dijo una vocecita a sus espaldas. Era Iris, la moza de la casa de billares, una chica muy linda que servía anís.
–Muy lejos –dijo Tristán, terminando de golpe la conversación.
Esa noche los dos volvieron tarde de la casa de billares. Encontraron cerradas las puertas de la facultad y tuvieron que escalar la muralla para aterrizar en el patio.
Había algunos alumnos mayores fumando junto a la estatua.
–¡Mirad! ¡Ahora caen indianos del cielo! –dijo uno.
–La próxima vez te caeremos en la cabeza –dijo Manuel, mientras Pío le mostraba los puños. Si bien los miraron con bronca, no se atrevieron a meterse con ellos. Manuel tuvo una sonrisa de pura satisfacción, pero la cara de Pío estaba sombría.
Los dos llegaron al cuarto y se acostaron. Alrededor, los otros dormían.
–Belgrano –dijo Pío en la oscuridad–. ¿Qué me dices de la chica de los billares? ¿Te gusta?
–No sé.
–Entonces apártate, porque la quiero para mí.
–Tendrías que preguntarle a ella su parecer –dijo Manuel, molesto.
–Ella te preferiría a ti.
–¡No sé!
–Nunca sabes nada. Eres un crío, un niño de mamá que extraña su estúpida aldea.
–Al menos quiero algunas cosas. Vos siempre estás demostrando que todo te importa un bledo, Pío.
–¡No me llames Pío! ¡Yo soy el subteniente Tristán! –gritó el chico, despertando a sus compañeros de cuarto. Agarró sus mantas y se fue hasta el final del pasillo, despojando al de la última cama, para estar lo más lejos posible de Belgrano.
Toda Salamanca se dio cuenta enseguida de que los indianos ya no eran amigos. Esto inició una época muy mala para los dos: a Belgrano lo raparon a cero y a Pío le llenaron las botas de pis. Manuel hervía de rabia, pero no podía defenderse solo. Siempre eran más, siempre le estaban recordando su condición de extranjero.
Un día se organizó un torneo de billar entre todos los alumnos de Salamanca. El premio era una placa de marfil con los colores de la facultad.
Manuel se entrenó especialmente. Sabía que si ganaba ese torneo iba a ganarse el respeto de todos.
La noche de la competencia la casa de billares estaba repleta. Manuel comenzó a jugar con una precisión casi sobrenatural, hasta que sólo quedaron concursando él, un alumno de Teología y Pío Tristán.
Iris paseaba entre las mesas, sin perderse detalle de la contienda.
El alumno de Teología perdió y Tristán y Belgrano se encontraron frente a frente.
Pío tiró primero: tenía una puntería terrible. Manuel pensó que sería un feroz soldado, con esa mirada asesina y certera. Pero Pío quiso ganar enseguida y el taco se le resbaló de entre los dedos.
Belgrano no perdonó. Lentamente, pero con tiros seguros, dominó el partido.
Cuando hizo la carambola final, todos estallaron en aplausos, tirando al aire sus gorras. Iris se acercó hasta él y lo besó. Era el primer beso que le daban a Manuel.
Tristán salió de la casa de billares sin siquiera darle la mano.
Pero Manuel, a pesar de su victoria, no se sentía contento. Así que salió tras Pío y lo encontró en la Calle de los Libreros, sentado en el cordón de la vereda.
Se sentó junto a él y le ofreció la placa.
–Es tuya. Vos me enseñaste a jugar.
–Venga, no seas estúpido. La has ganado tú –dijo Pío.
–Sí, pero no la quiero. No quiero ganarle a nadie acá.
–No te molestarán. Los has conquistado. Ahora eres un español como ellos.
El tono de Pío era amargo. Belgrano entendió que él también, a su modo, se sentía perdido lejos de su casa.
–Yo prefiero ser un indiano, Tristán –le dijo–. Los indianos... los americanos, tenemos que estar juntos. Pase lo que pase. Es la única forma de que nos dejen en paz.
Tristán lo miró. Belgrano estaba serio, sentado bajo los faroles de la calle. Lentamente tomó la placa de manos de su amigo y se quedó mirando sus colores.
–Eres un sentimental, Belgrano –dijo al fin.
–Mi segundo nombre es Corazón, no te olvides.
Pío Tristán se rió. Era la primera risa sincera que Manuel oía desde que había llegado a Salamanca. Y de repente comprendió por qué. Porque era una risa parecida a la suya, una risa nacida y criada en América, esa América que para bien o para mal los estaba esperando.
FIN
(Publicado en la edición 4702 de Billiken)