Tal como lo indican María Cristina Linares y otros autores en “Abecedario escolar. Historia de objetos y prácticas” (2007), en las escuelas de principios del siglo XX los niños tenían cartucheras de madera, un portaplumas y la pluma cucharita o la “Irinoid”. Los estudiantes también llevaban un limpiaplumas, que sus madres les confeccionaban con retazos de telas, y papel secante, que ayudaba a evitar manchones. Antes de utilizar la pluma era necesario que el portero o el monitor (por lo general el alumno más aplicado) llenara el tintero de porcelana que estaba en el pupitre de los alumnos. Entre fines del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX se expandió la producción de la pluma y su comercialización.
El uso de la birome
En 1943 apareció la birome, que en poco tiempo desplazó a la pluma, salvo en las escuelas. Muchos alumnos de la década del ‘50 y principios de los ‘60 siguieron utilizando la pluma cucharita. La escuela rechazó por mucho tiempo las nuevas tecnologías y siguió imponiendo el uso de la pluma y el tintero. Esta asincronía tenía que ver con que la birome borraba la “belleza de los rasgos perfilados”.
Es necesario aclarar que la escritura escolar estuvo sometida a normas que fueron variando según modas pedagógicas o científicas. La defensa de la “letra derecha”, que abarcó desde fines del siglo XIX hasta principios del siglo XX, obedecía a los beneficios que aparentemente traía aparejados, como evitar la fatiga de la vista e impedir la escoliosis, ya que obligaba al niño a estar erguido. No obstante, la idea de escritura estética y uniforme, la función “moralizadora” que debía tener “la bella escritura”, era el principal argumento defendido por los pedagogos y maestros.
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