Por Valeria Dávila
Hace muchísimos años, en un reino lejano vivía Nemesio, un príncipe gentil y apuesto como ninguno. Como buen príncipe que era, Nemesio usaba una corona con piedras brillantes y botas de cuero de buey. A veces, solo a veces, se ponía la larguísima capa de terciopelo azul que le había regalado su madre. Lamentablemente, la reina Alcanfora no se llevaba muy bien con la costura... ¡y olvidó coserle el dobladillo! Pero, como nadie se atrevía a contradecir a la reina, ahí andaba Nemesio arrastrando su capa por todo el palacio. Más que capa parecía un escobillón, barriendo a su paso todo lo que hubiera en el piso: pelusas, papelitos de chocolatín, migas de pan y pelos de gato.
Una noche, luego de una aburrida fiesta en la que tuvo que bailar con la antipática princesa Rogelia, el príncipe se sacó la capa al llegar a su alcoba. Como siempre, al sacudirla cayeron miguitas y pelusas. Pero grande fue su sorpresa cuando vio, sobre el terciopelo, a una princesa del tamaño de un botón que lo miraba enojada.
–¡Por fin! –chilló con voz finita y estridente–. ¡Por fin me saca de esa capa suya, asfixiante y con olor a humedad! Debería usted lavarla más seguido, Señor...
–Su Majestad, el Príncipe Nemesio II, príncipe del reino de Tigurreta.
–Vea, Majestad... No me interesa si usted es príncipe de Tigurreta o de aquí a la vuelta. Lo que sí le exijo es que me devuelva a mi reino, porque extraño mucho a mi padre, el rey... –y la princesa comenzó a hacer pucheros.
–Caramba, ¿su padre es rey? Entonces usted es una prin... prin...
–Sí, una princesa. ¿No ve acaso que tengo coronita?
El príncipe Nemesio apenas veía a la princesa.
–Soy Paulina, princesa de Curandanguita, donde las cosas son chiquititas.
–Princesa Paulina: si usted ha quedado atrapada en mi capa, ese reino suyo debe estar... debe estar... ¡¡¡en mi propio palacio!!!
–Usted lo ha dicho. Exactamente debajo del felpudo de la puerta principal.
–¿Debajo del felpudo? ¡Pero eso no es posible!
–¿No me cree? Vamos, envuélvame en su capa y lléveme a mi reino. Ya me cansé de este palacio suyo, donde solo veo suelas de botas y patas de mesas.
Nemesio envolvió a la princesa en su capa y bajó corriendo hasta la puerta de entrada. Ahí estaba el felpudo, peludo y quietecito como buen felpudo que era.
–Vamos, Majestad, levante el felpudo.
Al levantarlo, Nemesio pudo ver un lujoso palacio, perfecto, con todas sus torres, puente levadizo y dragón. Tan chiquito que cabía en la palma de su mano.
–Bueno, Majestad, gracias por el viaje. Ahora, vuelvo con mi padre –y Nemesio vio a un hombrecito barbudo, del tamaño de una cereza, sentado en un trono.
–¡Papi, papi! Aquí estoy. Me llevaron lejos, en una capa.
–¿En una qué? –preguntó el rey feliz, mientras la abrazaba.
–Otro día te cuento, papi –y le sonrió a Nemesio, haciéndole “chau” con una mano.
El príncipe se quedó muy triste. La verdad, aunque un poco mandona, Paulina era más linda y simpática que cualquier otra princesa que conocía. Y quizás, si le diera de comer mucha sopa... Eso pensó mientras subía las escaleras.
A partir de entonces, Nemesio no se saca más la capa. Y la arrastra por el piso, con la ilusión de volver a encontrar a una pequeña princesa del tamaño de un botón.