Por Rodolfo Piovera
Había muchísima gente en la estación, y casi toda corría porque su tren estaba a punto de partir. Andén uno, andén dos, andén tres… todos repletos, con hombres, mujeres, chicos y chicas caminando rápido en una y otra dirección, tratando de esquivarse por las plataformas, que de golpe se habían vuelto estrechas. Todos apurados y con caras de desesperación, llevando valijas y bolsos, mirando el reloj en sus muñecas o en sus celulares o en los tableros de la estación. “¡Permiso! ¡Permiso!”. “¡Pase hombre, que me va a tirar al medio de las vías!”. “¡No corran que es peligroso!”. Y en ese lío universal, en esa confusión, con esos andenes llenos de gente y de valijas con las que chocabas irremediablemente, acabé perdiéndome. Acabé soltando la mano de mi mamá y subiendo a un tren que ni siquiera sabía adónde me llevaba. Subí a la fuerza, llevado por la ola humana, sin poder bajarme. “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Aquí estoy!”. Grité por gritar, porque la había perdido de vista. Y el ruido era tanto que nadie se oía aunque estuviera al lado. Le dije a las personas más cercanas que me dejaran bajar, pero no me oyeron. Estaban pendientes de sus equipajes, y la única palabra que salía de sus bocas era “permiso, permiso”. Así fue cómo me perdí, y empezó una aventura increíble.
La misma ola humana que me había hecho subir al tren a la fuerza, me depositó sobre uno de los asientos. Desesperado, me acerqué a la ventanilla, en un último intento por ver a mi mamá, pero no lo conseguí. La plataforma estaba repleta de personas, unas pegadas contra otras. Parecía una de esas ilustraciones de la serie “¿Dónde está Wally?”, o una lámina de Billiken donde tenés que identificar algo en medio de un montón de cosas. ¡Imposible! Para colmo no tuve mucho tiempo. Unos diez o veinte segundos después, el tren se puso en marcha. Y chau andén, chau estación, chau Wally… Pero, ¿adónde iba ese tren?
Viajé un rato con la cara pegada al vidrio de la ventanilla, congelado, con alguna lagrimita bajando por mi mejilla. Así pasaron las primeras estaciones, en las que el tren no se detuvo. Miré sus nombres, todos muy curiosos y desconocidos para mí: Luz de Gas, Encuentro de los ángeles, Mirada salvaje… “¡Qué raro!”, pensé. Después no hubo más estaciones ni más ciudad, todo campo, todo árboles, alguna montaña petisa, mucho pasto, algunos animales. Ahí me cansé de estar con la cabeza apoyada en el vidrio, me enderecé y me acomodé en el asiento. Al lado de mí se había sentado una señora muy mayor, con el cabello blanco recogido y rodete, y anteojos. Tejía y tejía sin parar y no parecía preocupada.
–Disculpeme, señora. ¿Usted sabe adónde va este tren?
La señora no quitó los ojos de su tejido y siguió como si nada. “Caramba, ¿no será sorda?”, pensé. Por las dudas levanté la voz.
–¡Señora! ¿Usted sabe adónde va este tren?
–¡No grites que no soy sorda! –me dijo–. Ya te había escuchado. Mirá, si yo supiera adónde va este tren no estaría destejiendo esta bufanda, que a lo mejor me va a hacer falta cuando haga frío.
–¿Como que no sabe?
–Pues que no lo sé, no lo sé… Subí aquí a la fuerza, llevada por la muchedumbre. Yo iba a Temperley y ahora no tengo idea adónde voy.
–Pero alguien debe saber –dije con angustia.
–Espero, espero –dijo, y volvió a ocuparse de su bufanda.
Le pedí permiso y me puse a recorrer el tren. Lo primero que me llamó la atención era que todos los pasajeros estaban sentados. Ninguno de pie, pese a que subimos en medio de un tumulto. Y todos los asientos, todos, estaban ocupados. Lo segundo que me sorprendió es el silencio. No total, porque se oía el andar del tren, tulún-tulún, tulún-tulún, sino el silencio del pasaje, de la gente. Nadie hablaba ni conversaba con nadie. Todos miraban hacia adelante con cara de miedo.
Recorrí todos los vagones, de una punta a la otra, y el panorama era el mismo. “¿Estoy soñando?”, me pregunté. Pero no, no estaba soñando. Sé distinguir un sueño de la realidad. No soy tan tonto. En cada vagón todos los pasajeros miraban hacia delante, en silencio, y el único sonido era el tulún-tulún del paso del tren sobre las vías. Hasta que llegué al final, al vagón anterior a la locomotora. Quise pasar, pero no había puerta alguna. Solo una plancha metálica infranqueable. Entonces me di cuenta de que estaba perdido.
Volví a mi asiento. La anciana del rodete y los cabellos blancos seguía destejiendo la bufanda en silencio. Pedí permiso y regresé a mi sitio junto a la ventanilla. Miré otra vez las montañas, las vacas pastando, alguna laguna, y allá lejos el horizonte, el sol que empezaba con su crepúsculo anunciando que pronto sería de noche. No sé cuánto tiempo pasó, pero de repente habló. La señora habló:
–A veces los trenes no van a algún lugar en particular. Y este es el caso. Ocurre muy de vez en cuando, pero ocurre. No van a ninguna parte. Recorren miles de kilómetros, pero nunca llegan.
Eso dijo la señora sin quitar la vista del tejido. Y aquí termina mi relato. Esto que estás leyendo lo escribí en una hoja de cuaderno que arrojé por la ventanilla en alguna parte. Ojalá alguien la haya recogido. Yo, mientras tanto, sigo viajando.