Una persona que no teme equivocarse se adapta mucho mejor al cambio. Se equivoca más rápido, se equivoca más veces, pero aprende a una velocidad mucho mayor. Ya que sin error no hay avance. La investigación siempre se ha basado en el ensayo y el error, siendo el error muchísimo más frecuente que el acierto.
El cambio (y el error) es algo siempre presente en nuestras vidas; quizá, ahora más que nunca antes en la historia. En generaciones anteriores, un trabajo o una relación podían durar toda la vida. Hoy es mucho menos frecuente. En el ámbito profesional, además, se estima que dos de cada tres adolescentes van a trabajar en profesiones que aún no existen.
Ante este contexto en el que el cambio parece lo único que no se ve alterado, ¿qué debemos ofrecer en educación? Los sistemas educativos son por naturaleza reactivos: es muy complejo anticiparse a los cambios.
El sistema tradicional se ha basado en la transmisión de conocimientos. Pero hoy en día, el conocimiento es accesible y universal. Google nos puede responder a cualquier duda en segundos; Youtube, enseñarnos mediante un tutorial, y Amazon, enviarnos cualquier producto que necesitemos en cuestión de horas. Toda la información, los medios y herramientas están a golpe de clic. Incluso la inteligencia artificial ya nos responde a menudo de una forma certera.
La educación ha perdido la exclusividad del acceso al conocimiento. Preguntar a una página web es más sencillo, confidencial y rápido que preguntarle a un docente. Otra cosa es tener la capacidad de distinguir la información real de los bulos, las noticias falsas o las estafas digitales. Elementos que crecen también de una forma exponencial.
La primera clave sobre el futuro de la educación, por lo tanto, es que seamos capaces de entregar a los alumnos las herramientas necesarias para que sean capaces de desarrollar sus propias capacidades.
Para ser docentes guía hay dos elementos fundamentales: la metacognición y la adaptación al cambio. Ser conscientes de nuestras debilidades y fortalezas y mejorar las habilidades de adaptación al cambio pueden marcar la diferencia.
La metacognición es nuestra capacidad para comprender la forma en la que aprendemos. Conocer nuestras aptitudes y limitaciones a la hora de aprender nos permite comprender cómo aprendemos, aprender a aprender de una forma más eficaz. Se trata de un elemento crítico de cara al futuro, pues nos permite saber hasta donde podemos llegar. Conocer bien nuestras cartas es vital para poder jugar una buena partida.
Alineados con la metacognición, aparecen los conceptos de autodeterminación y calidad de vida. La autodeterminación hace referencia a la motivación que tenemos para hacer las tareas de nuestra vida. La autodeterminación, nuestra capacidad para hacer, se ancla en la competencia, la relación y la autonomía.
Conocer nuestras competencias, relacionarnos socialmente y tener libertad para ser autónomos aumenta nuestra capacidad de actuar con éxito. La calidad de vida no es más que la búsqueda de la felicidad, de aquella tarea u objetivo vital que nos haga sentirnos útiles y satisfechos con nuestra vida. El conocido como Ikigai en la cultura nipona.
Metacognición y autodeterminación son claves. Nos permiten conocer qué somos capaces de hacer y cuáles son las motivaciones que nos mueven a poder hacer. Pero estas dos importante variables no son suficientes. Además de saber y querer, tenemos que tener la capacidad de cambiar.
Aquí entra otra de las grandes necesidades del futuro de la educación. La capacidad de cambio. La adaptación al cambio, en una sociedad vertiginosa como la actual, es una de las principales virtudes que podemos incorporar a nuestro repertorio.
Por todos es conocido el concepto de zona de confort. Aquel lugar en el que nos encontramos cómodos, trabajamos sin esfuerzo, no tememos ningún temor. Salir de esa zona genera incertidumbre, destapa nuestras debilidades. No estamos acostumbrados a mostrar nuestra torpeza. Sólo los niños están habituados a equivocarse; en cuanto maduramos, creemos que hacer algo más es sinónimo de fracaso y entonces dejamos de equivocarnos. Por lo tanto dejamos de promover el cambio, dejamos de aprender.
Antes de dominar cualquier área de nuestras vidas fracasamos miles de veces. Por lo tanto, podríamos decir que la experiencia no es más que la acumulación de múltiples errores. Este es probablemente el primer principio de la adaptación al cambio. Acostumbrarnos de nuevo a fallar, a cometer errores. Ampliar la zona de confort y ser conscientes, especialmente, de nuestras debilidades. Nuestras virtudes las conocemos a la perfección.
Una persona que no teme equivocarse se adapta mucho mejor al cambio. Se equivoca más rápido, se equivoca más veces, pero aprende a una velocidad mucho mayor. Ya que sin error no hay avance. La investigación siempre se ha basado en el ensayo y el error, siendo el error muchísimo más frecuente que el acierto.
Todo ello supone un reto muy importante en la educación. Debemos pasar de transmitir conocimientos a guiar en un océano de información. Es más importante lograr que la persona se conozca y aprenda a aprender, que enseñar algo. Y, por último, mejor que enseñar sistemáticamente a acertar, es más relevante enseñar que el error es algo necesario, el primer paso para propiciar un cambio. Intentarlo y equivocarnos las veces necesarias para terminar acertando.
(c) The Conversation / Iván Fernández Suárez (Universidad Internacional de La Rioja) / imagen: Freepik
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