Miguel Ángel Buonarroti nació en 1475 en Caprese, a 100 kilómetros de Florencia, y murió en Roma en el año 1564. Tuvo un encargo muy importante del entonces papa Julio II: nada menos que pintar el techo de la Capilla Sixtina, en el Vaticano.
Más que pintor, Miguel Ángel era escultor y arquitecto, pero también pintaba, aunque bastante poco en realidad. El trabajo que tenía por delante era abrumador. Consitía en cubrir la bóveda con escenas bíblicas desde el extremo del altar hasta la puerta de entrada de la capilla, más de quinientos metros cuadrados. Y Miguel Ángel lo hizo, creando una imagen más bella que la otra: hombres, mujeres, ángeles, santos, animales, plantas, paisajes. Y todo lo pintó boca arriba, acostado sobre un andamio a veinte metros de altura, con dolor de cuello y de espalda, y con restos de pintura y cal cayendo sobre sus ojos.
También te puede interesar: Andy Warhol, el creador del arte pop
Miguel Ángel no pintó directamente sobre el cielorraso, sino que utilizó la técnica del fresco. Consiste en mezclar arena y cal, extender la mezcla sobre la pared y ahí ponerse a pintar antes de que todo se seque. Con la superficie húmeda y fresca los colores se fusionan con la cal y después quedan imborrables. Al mismo tiempo que hacía esto, acostado y a la distancia de un brazo del techo, Miguel Ángel sostenía con una mano el cartón donde había dibujado la escena que iba a pintar.
Luego de aquellos cuatro años pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel continuó con su vida, viajando y cumpliendo nuevos trabajos. No imaginó que veinte años más tarde, en 1533, otro papa, Clemente, le encargaría una nueva pintura en el mismo recinto. Una a realizarse sobre la pared frontal, representando en escenas el Juicio Final. Clemente murió casi enseguida, pero el nuevo papa, Pablo III, no olvidó el pedido y Miguel Ángel debió cumplirlo. Lo terminó después de siete años.
Feliz con el trabajo hecho con el Juicio Final en la Capilla Sixtina, el papa Pablo III tenía un nuevo encargo para hacerle al infatigable Miguel Ángel, quien ya a esta altura era un hombre bastante mayor, con 68 años, y algunos problemas de salud. Eso sí: era muy respetado. Sus grandes competidores, como Leonardo y Rafael, ya habían muerto. Solo quedaba él como un indiscutido.
El nuevo trabajo que tuvo por delante fue otra vez en el Vaticano, esta vez en la Capilla Paulina, donde pintó nuevos frescos que le llevaron otros ocho años de esfuerzo: La conversión de San Pablo y El martirio de San Pedro. Terminó muy agotado.
Este genio también brilló en la escultura. Hizo muchas, siendo las más famosas las de La Piedad, que está en el Vaticano, el David, que está en Florencia, y el Moisés, en Roma. Como arquitecto completó nada menos que el diseño de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.