¿Quién no recuerda su primer beso de amor? ¿Quién no evoca con nostalgia aquel dulce que le preparaba su madre o aquellas tardes interminables de juegos de la niñez? Todos somos capaces de rememorar experiencias felices. Pero cada individuo tiene su memoria, historia personal, con su guión propio.
Al repasar una vivencia, el cerebro adopta un estado especial de conciencia. La mente recapitula los acontecimientos más importantes, como si proyectara una película. Esta capacidad para viajar hacia atrás y revivir el pasado se denomina memoria personal o autobiográfica.
Recordamos vivencias a partir de los tres años (a veces antes)
La memoria autobiográfica se inicia con el primer recuerdo vital, que surge alrededor de los tres años. El niño tiene ya noción de sí mismo, un incipiente lenguaje y cierta maduración cerebral. Leonardo da Vinci recordaba que un milano asaltó su cuna y golpeó sus labios. Frida Kahlo imaginaba que aparecía una amiga tras la ventana. García Márquez contaba que, siendo muy chico, en Aracataca, su abuelo lo llevó a ver un dromedario del circo.
Durante el desarrollo, la memoria continúa registrando eventos emocionales. En la juventud disfrutamos de muchas “primeras veces” que se viven intensamente, acompañadas por sentimientos que las magnifican. Eso permite que, años después, podamos recuperar la emoción de aquel instante sin perder viveza. Entonces visualizamos la escena completa, incluyendo información multisensorial. Volvemos a experimentar aromas de jazmín, texturas de manos cariñosas o el sabor de aquel guiso humeante de nuestra abuela. Vemos los rostros y expresiones, oímos el tono grave de las voces, sus risas… A veces, uno de esos detalles es la clave para desencadenar la evocación – el efecto de la magdalena de Proust–.
Cuando se trata de eventos traumáticos, la memoria conserva el dolor. María Velón, víctima del tsunami de 2004 en Tailandia, aún se estremece rememorando una ola que la separó de sus hijos. Un anciano centenario, interrogado en televisión, todavía temblaba al contarlo: una bala le rozó la sien en la Guerra Civil, cuando tenía 18 años.
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La memoria de los detalles
¿Por qué recordamos con tanta nitidez momentos críticos de nuestra historia personal?
Sabemos, gracias a la neurociencia, que la información es codificada por estructuras cerebrales que actúan conjuntamente. El hipocampo codifica detalles espaciales y enlaza información del córtex visual. La amígdala se dispara para reactivar la emoción. En el córtex prefrontal se ordenan estas sensaciones, componiendo un relato coherente.
Esto implica a millones de neuronas que se interconectan, desencadenando una frenética actividad. La resonancia magnética sólo permite vislumbrar estallidos simultáneos aquí y allí, por lo que aún no comprendemos todos los aspectos. Pero parece indiscutible que toda nuestra mente participa de forma activa.
Gracias a esa actividad frenética, almacenamos recuerdos y, más tarde, recuperamos esas escenas pasadas a través de una reconstrucción no siempre del todo exacta. Algunos detalles se consolidan, otros decaen. El trauma se incrementa o se atenúa. En ocasiones, una nueva información puede incorporarse, rellenando lagunas mentales y creando falsos recuerdos.
El miedo, la alegría y la vergüenza no se olvidan
En general, los recuerdos personales, distribuidos a lo largo de la vida, tienen un denominador común: su significado. Son hitos vitales que han influido de forma positiva o negativa en nuestra existencia. Conllevan una elevada carga emocional: vergüenza, miedo, alegría, humor… Nadie olvida su boda, el nacimiento de un hijo o un logro relevante. Tampoco una pérdida, ruptura o gran decepción.
Además, existen recuerdos comunes a toda una generación. Guardamos eventos que estallaron en un momento histórico, deslumbrándonos con su fogonazo: un golpe de estado, la muerte de Lady Di o Maradona, los Rolling en concierto, los atentados del 11-S, etc. Millones de cerebros registran simultáneamente estos acontecimientos públicos, que producen enorme conmoción. Se denominan recuerdos-destello (flashbulb memories). Cada cual recordará dónde estaba, cómo recibió la noticia, qué pensó y qué hizo. Aspectos aparentemente nimios quedan iluminados en ese fotograma: la imagen de Matías Prats, las Torres Gemelas, un comentario aislado…
Olvidar detalles nimios es síntoma de salud mental
Pero no todos los hechos vividos son iguales. No todo tiene esta trascendencia. La mayor parte de nuestra experiencia diaria se desvanece tras unas horas, como ocurre con la cena del pasado jueves o la serie policiaca del sábado. Comprobamos la utilidad del olvido: los hechos irrelevantes se borran, acumulándose en un saco de recuerdos vulgares, del montón, llamados recuerdos generales. Olvidar detalles nimios es síntoma de salud mental. Limpia el cerebro de datos inútiles.
Además, nuestro cerebro se ocupa de eliminar específicamente las irritaciones de la vida cotidiana. Envía a la papelera los pequeños eventos que son perjudiciales para nuestra eficacia social. Se evaporan enfados, discusiones absurdas, esperas incómodas, picaduras de mosquitos…. Si no olvidáramos lo negativo, perderíamos la ilusión, la confianza en el futuro. Ya no volveríamos a emprender iniciativas, viajes o reuniones.
De hecho, la mente suele adoptar una especie de visión de color de rosa: favorece la persistencia de recuerdos positivos. Con el tiempo, las personas mayores prefieren revivir momentos felices. Manuel Vicent (88 años) evoca sus domingos infantiles, recolectando espárragos silvestres frente al mar. La mexicana Elena Poniatowska (92) se ve sobre las rodillas de su padre tocando el piano en París. Borges llevó siempre consigo las calles del barrio de Palermo, en Buenos Aires. La memoria actúa, por así decirlo, como un mecanismo de regulación emocional.
Memoria con sentido
En suma, estamos diseñados para rememorar aquello que ha sido esencial en nuestra vida, aportando un significado coherente. Cada vez que relatamos un momento pasado le asignamos un lugar, un sentido dentro nuestra historia vital. La durabilidad de estos recuerdos prueba que nuestra memoria no es frágil, sino selectiva. La memoria autobiográfica crea nuestra identidad, mejora el ánimo y fortalece los lazos afectivos que nos unen a nuestros seres queridos.
Cuando alguien cuente su historia de vida, escúchelo. No será perder el tiempo sino recuperar tiempo, resucitar la experiencia vivida. La memoria personal nos convierte en humanos y, a la vez, nos hace más humanos.
(c) The Conversation / José T. Boyano (Universidad de Málaga) / imagen: 123RF