En Argentina, cuando alguien habla de una persona inventada o quiere evitar dar un nombre real, suele recurrir a palabras muy peculiares: Magoya, Cadorna, Montoto o Mongo Aurelio. Son personajes inexistentes que, sin embargo, forman parte del lenguaje cotidiano y del humor popular. Pero, ¿de dónde vienen estas expresiones y por qué se volvieron tan típicas?
Nombrar a los que no tienen nombre
Desde la antigüedad, todas las lenguas inventaron maneras de llamar a alguien cuyo nombre no se conoce o no importa. En castellano, se usan desde hace siglos Fulano, Mengano y Zutano. En inglés existen John Doe o Jane Doe, y en francés, Monsieur Untel. La función es siempre la misma: referirse a un personaje anónimo, indeterminado, imaginario o irrelevante.
En Argentina, además de estas fórmulas clásicas, aparecieron otros nombres mucho más llamativos y originales, que muestran el ingenio local y que todavía se escuchan en charlas de todos los días.
Magoya, el personaje imposible
“¡Andá a cantarle a Magoya!” es una frase que se dice cuando algo no tiene solución o cuando alguien pide lo imposible. Magoya no existió nunca, pero se convirtió en un personaje del imaginario argentino. Su origen exacto es incierto: algunos lo vinculan con deformaciones del lunfardo, otros creen que surgió como una invención humorística en el habla popular.
Lo cierto es que Magoya funciona como un destinatario imposible, el receptor de reclamos que no pueden resolverse. Por eso, cuando alguien lo menciona, en realidad está diciendo: “No hay nada que hacer”.
Cadorna, el mariscal que pasó a la jerga
A diferencia de Magoya, Cadorna sí existió. Luigi Cadorna fue un militar italiano que comandó el ejército de su país durante la Primera Guerra Mundial. Su actuación fue duramente criticada: se lo consideraba inflexible y poco eficaz.
En Argentina, su apellido empezó a usarse como sinónimo de algo inútil, rígido o poco confiable. Con el tiempo, también se utilizó como sinónimo de "alguien cualquiera".
Montoto, el amigo imaginario del barrio
“¡Andá a llorarle a Montoto!” es otra expresión muy común en la jerga argentina. Hay diferentes versiones sobre su origen: una dice que a diferencia de Cadorna, Montoto no fue una figura histórica. Se trata de un nombre ficticio que empezó a circular en el habla popular como una forma de desentenderse de un reclamo. Su gracia radica en que suena como un apellido real, fácil de ubicar en cualquier barrio, pero en realidad no remite a nadie en particular. De esta manera, Montoto se volvió el personaje ideal para representar lo inalcanzable.
La otra versión plantea que sí existió una persona con ese apellido: Mario Montoto era un empleado bancario conocido por ser estricto, honesto y eficiente en su trabajo, al punto que cuando surgía un problema los cajeros derivaban los clientes a Montoto diciendo “andá a llorarle a Montoto”. Porque Mario siempre resolvía los inconvenientes de una manera eficaz.
Mongo Aurelio, humor y exageración
Entre todos estos nombres, Mongo Aurelio quizás sea el más extravagante. Se lo usa para señalar a alguien torpe, ingenuo o que se deja engañar fácilmente. Su origen parece estar en una conjunción humorística de "Mongo" (el planeta de Las aventuras de Flash Gordon) y “Marco Aurelio” (el emperador romano y filósofo estoico).
La burla consistía en transformar un nombre solemne en uno ridículo, lo que explica por qué “Mongo Aurelio” quedó asociado a la torpeza. Su uso es menos frecuente que el de Magoya o Montoto, pero sigue apareciendo en chistes y anécdotas.
Un rasgo del humor argentino
Todas estas expresiones muestran algo muy particular del habla en Argentina: la creatividad para inventar personajes inexistentes que cumplen funciones muy precisas en la comunicación. Son nombres que no aparecen en documentos ni en manuales, pero que todos entienden cuando se escuchan.
En lugar de recurrir a fórmulas neutras como Fulano o Mengano, el castellano rioplatense sumó a Magoya, Cadorna, Montoto y Mongo Aurelio para darle más color, ironía y humor a las conversaciones.
Magoya, Montoto... del barrio al diccionario
Si bien durante mucho tiempo estos nombres se transmitieron de boca en boca, hoy ya forman parte del patrimonio cultural del país. Incluso algunos diccionarios de lunfardo y de modismos argentinos los incluyen como entradas.
Esto demuestra que, más allá de su carácter inventado, estas expresiones tienen un valor cultural: ayudan a entender cómo se construye la identidad a través del lenguaje y por qué el humor y la ironía ocupan un lugar tan central en la vida cotidiana de los argentinos.