¿Nos volvimos locos? No. Ocurre que por entonces ni siquiera había muelle en la capital del virreinato. Pero el movimiento de pasajeros y el comercio ¡no se detenían!
Había mucho barro y las naves no podían acercarse a la costa sin riesgo de quedar encalladas en el fango. Por eso, para llevar y traer mercaderías y pasajeros, había que hacer todo un operativo. Subir a una carreta tirada por caballos, que se internaba en el río, de allí pasar a un bote e ir con éste hasta el barco. Nada cómodo, ¿no? Pero, más allá de la falta de puerto, del barro y de los caballos, Buenos Aires vivía de cara al río. Y existía gracias al comercio. En los barcos españoles llegaba todo tipo de mercaderías. Digamos, la mercadería “legal”. La otra, la que no pagaba impuestos, arribaba en goletas, fragatas y bergantines ingleses. ¿Contrabando? Sí, claro. Casi no había comerciante porteño o funcionario que no tuviera algo que ver con esta forma ilegal de comercio. Desde el Río de la Plata se exportaba carne seca y salada (tasajo) y luego cueros. Y se importaba todo tipo de productos, desde ropa hasta vajilla y muebles.
¿Y eso cuánto vale?
En la época se usaban varias monedas. Las había de oro (el escudo) y de plata (el real). Y tenían nombres que nos recuerdan a la época de los piratas. Veamos. Un doblón eran dos escudos, la media onza cuatro escudos, y la onza, ocho escudos. ¿Y el peso? Ya va. Un octavo de real era un peso, también conocido como patacón.
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