“El príncipe”, un cuento que nos habla del año 1813, cuando en las Provincias Unidas se discutía qué forma de gobierno adoptar - Billiken
 

“El príncipe”, un cuento que nos habla del año 1813, cuando en las Provincias Unidas se discutía qué forma de gobierno adoptar

Billiken te acerca una historia para leer con tus hijos y tus alumnos. Miguel, el protagonista, recuerda el momento en que descubrió que descendía de la familia real inca, justo cuando algunos diputados proponen nombrar un inca como gobernante
Por Laura Ávila

1813

Miguel entró al estudio y tuvo que esquivarse, porque una paloma de arcilla pasó volando cerca y se estrelló contra la pared.

–¡Es una basura! –gritó Juan de Dios–. ¡A este paso no voy a poder cumplir con los de la Asamblea!

Miguel suspiró. Don Juan de Dios Rivera, su padre, estaba cada día más viejo y más gruñón. Por suerte, aún seguía fraguando hermosos objetos de plata, como bombillas, relicarios con miniaturas y espuelas. Porque Juan de Dios Rivera era platero y pintor,  un verdadero artista.

La mamá de Miguel entró con una escoba.

–A mí me gustaba la paloma –dijo barriendo los restos. Después le sonrió a Miguel, le pellizcó la mejilla aunque su hijo tenía 21 años cumplidos, y salió del estudio llevándose el estropicio.

–¿Qué tiene que hacer, tayta?– preguntó Miguel acercándose a su papá.

–Los de la Asamblea me han pedido un sello para sus papeles. Hice este escudo, pero no se me ocurre nada para ponerle encima.

Juan de Dios primero hacía un molde de arcilla, y si le gustaba lo cocía y le vaciaba adentro plata fundida. Era platero desde su niñez en el Alto Perú, porque Juan de Dios era un indio altoperuano, puro y cobrizo como un inca.

Miguel había heredado sus ojos negros y su piel de cobre.

–Perdí la gubia* –dijo Juan de Dios.

Miguel lo ayudó a buscar por todo el taller. La gubia no aparecía, así que decidió entrar en el galpón donde el platero guardaba las cosas viejas, para ver si hallaba una de repuesto. Empezó a revolver, hasta que encontró un cofre de madera.

Levantó la tapa, y lo primero que le saltó a la vista fue el armazón de un barrilete que había tenido a los diez años. Miguel sonrió con melancolía: había unos moldes hechos por él mismo, cuando todavía su padre tenía esperanzas de que fuera platero como él.

Comenzó a recordar una mañana de hacía once años, cuando él se empeñaba en remontar ese barrilete adentro del taller.

Ilustración: Silvana Benaghi

1802

–¡Migueeel! –chilló su mamá un segundo antes de que el barrilete arrastrara la escultura que su padre había modelado.

El pequeño Miguel tiró del hilo, volcando además el caballete en donde había un dibujo de una dama porteña.

Juan de Dios calentó las posaderas de su hijo y lo encerró en el galpón. Desde adentro, el pequeño Miguel oyó cómo su madre lo defendía:

–¿Dónde querés que juegue, si vos no lo dejás salir?

–¡¿Para qué va a salir?! ¡Para que lo miren como un bicho raro, pues!

Miguel se sintió muy triste por las palabras de su padre. Se moría por jugar con los chicos de la calle del Correo, sus vecinos.

Enojado por la injusticia, salió por el tragaluz, raspándose los codos, y saltó a la calle justo cuando sus vecinos estaban organizando una partida de rango*.

Los chicos abandonaron el juego y se quedaron mirándolo, tal como había vaticinado su padre. Sus ojos oscuros y oblicuos, su pelo lacio y su piel eran muy diferentes a lo que ellos estaban acostumbrados a ver.

–¿Vos quién sos?– le dijo uno, llamado Ramón.

–Soy Miguel Rivera.

–Mentira. ¡Vos sos un inca!– dijo otro.

–¡Es verdad! ¡Es igualito a los indios que salen en las estampas!

Y los chicos se rieron. Miguel de Dios se rió con ellos, porque la cosa le pareció divertida.

–Podemos jugar, entonces –propuso–, a que somos los últimos incas.

La idea les pareció excelente a todos: enseguida armaron una empalizada y juntaron ramas para hacer que eran lanzas. Hasta le hicieron a Miguel una corona con hojas de laurel, y le dieron una manta, para que la usara de capa y representara mejor su papel de príncipe de los incas.

Así se entretuvieron unas horas, hasta que Juan de Dios apareció en la calle con los ojos desorbitados.

–¿Qué están haciendo? –bramó.

–¡Mirá, padre! ¡Soy el último inca! –dijo Miguel, divertido.

Otros vecinos, padres de los chicos, aparecieron en la calle, atraídos por los gritos.

–¡Ramón! ¡Vení ya para adentro! –dijo una mujer.

–¡Mariano! ¡Pedro! ¡A la casa!

Los chicos querían seguir jugando, pero Juan de Dios tomó a su hijo del brazo y lo arrastró hacia la platería, pálido de furia. Ramón agarró la corona que Miguel había perdido en la confusión, pero su madre se la hizo tirar y lo llevó a su casa de la oreja.

Juan de Dios metió a su hijo en el taller y le cruzó la cara de una bofetada. Los ojos del pequeño Miguel se llenaron de lágrimas.

–¿Por qué? –atinó a decir–. ¿Por qué me tratás así?

–¡Iluso! ¿No te das cuenta de que esos desgraciados se estaban burlando?

–¡No, tayta! ¡Estábamos jugando!

La madre de Miguel entró como una tromba y abrazó al chico.

–No te vuelvas loco, Juan. Él no sabe nada de tu pasado.

–¡Te callás, vos!

Su mamá se mordió los labios, pero no contestó nada. Así que Miguel fue a parar de vuelta al galpón, con cinco moldes para hacer como castigo, más la amenaza de dejarlo sin cena hasta que se le hubiera apagado la rebeldía.

Miguel amasaba la arcilla pensando qué cosa había hecho tan mala, hasta que su madre entró en el galpón.

–¿Cómo estás, Miguel? –le dijo.

–No entiendo nada –dijo el chico–. Nunca entendí por qué tengo que estudiar en casa ni por qué tayta no me deja tener amigos.

Entonces su mamá sacó el cofre de madera que había bajo la mesa y le mostró una miniatura: era una mujer muy hermosa, ataviada con una túnica de colores. Una larga trenza le caía hasta la cintura, y una vincha con un sol en el centro refulgía sobre su frente.

–Qué linda... ¿Quién es?

Es una ñusta. Una princesa inca.

Parece un dibujo de tayta.

Lo es, Miguel. Tu padre la dibujó cuando vivía en el Cuzco, pero pasó algo... Algo muy feo, y tuvieron que venirse para acá.

Miguel de Dios miró a la ñusta. Parecía muy joven y aguerrida en el dibujo. La madre continuó:

–Uno de los hombres de su familia, Gabriel, se enojó con los que mandaban, porque no lo dejaban tener sus tierras... Hubo una revolución... Y los mataron, a todos. Este Gabriel fue el último inca. También le decían Tupac. Tupac Amaru.

Miguel tocó el pequeño sol que la princesa tenía en su vincha. Era un sol con cara.

–Esta ñusta era la hermana de Tupac. Y además era tu abuela, Miguel. La mamá de tu papá.

–¡Así que somos príncipes! ¡Príncipes auténticos!

–Sí, pero de un reino desaparecido. Por eso tu papá está tan triste y no quiere que juegues con nadie. Siempre piensa que te podrían lastimar.

–Pero mamá, ellos querían jugar conmigo...

–Ya sé, Miguel. Yo sólo te explico lo que le pasa a tu tayta por la cabeza.

Su mamá lo besó y salió del galpón. Miguel se quedó largo rato contemplando la figura de la ñusta, y al fin se dedicó a preparar un molde de arcilla.

1813

Once años después, el joven Miguel tenía ese molde tosco entre las manos. Representaba el sol, ese sol inca que su abuela lucía en la frente.

Miguel salió del galpón y fue al encuentro de su tayta.

–¿Has hallado la gubia? –le dijo Juan de Dios.

–No, pero encontré esto. Quizás te sirva para ponerle al escudo.

Juan de Dios tomó el molde con el sol y lo estudió, interesado.

Miguel le besó la frente canosa y salió a buscar a sus amigos para ir al Café de Marco. Ramón, Pedro y Mariano lo esperaban con las últimas noticias de la Asamblea Constituyente, donde había hombres que propondrían a un inca como príncipe de las Provincias Unidas.

FIN

Publicado en la edición 4703 de Billiken

Glosario de El príncipe

* Gubia: Herramienta para trabajar superficies curvas.

* Rango: Juego que se practica entre varios participantes. Uno se agacha y los demás tienen que saltarlo apoyándose en su espalda.

Palabras en quechua:

Ñusta: Princesa de los incas

Tayta: Papá.

Nota:

Juan de Dios Rivera existió realmente, así como su mujer, Mercedes Rondeau. Su hijo Miguel terminó siendo médico de Juan Manuel de Rosas.

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