La frontera del norte había quedado muy vulnerable después de la derrota de Sipe Sipe. Pero la llegada de Güemes con sus jinetes, y la guerra de guerrillas, impidieron el paso de los realistas.
Nunca se sabía por dónde podían atacar. ¿Por la izquierda? ¿Por la derecha? Aparecían por sorpresa de la espesura del monte, cargando furiosamente sus lanzas contra el enemigo, y volvían a desaparecer. Como jinetes eran los mejores. Y su valentía, una carta de triunfo. Bajo la comandancia de Güemes, mantuvieron a raya al ejército enemigo, que comandaba el español Joaquín de la Pezuela. No todos eran hombres. Juana Azurduy, por ejemplo, acompañaba en la montonera a su marido, Manuel Padilla. Y a la muerte del esposo se hizo cargo de la tropa. Le otorgaron el grado de teniente coronel y Belgrano le obsequió su sable. Valiente, luchó hasta el final de la guerra. Otras mujeres colaboraron con las montoneras como espías.
Fue el caso de Petrona Arias, quien vestida de hombre cabalgaba de chasqui por las quebradas. O de María Loreto Sánchez, quien se disfrazaba de panadera para espiar en los cuarteles. También hubo curas, como el tucumano Ildefonso Muñecas. Les hizo la vida imposible a los hombres de Pezuela al frente de una montonera. El único militar de carrera que se quedó en el Norte a luchar en la guerrilla fue Ignacio Warnes, quien había formado parte del ejército de Belgrano.
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