Claro que a veces no podían con su genio. O con su edad, mejor dicho. Tal fue el caso de los lecheritos, quienes traían el preciado alimento del tambo a la ciudad, todos los días, montados a caballo.
Cuentan las crónicas de la época que muchas veces se demoraban en volver porque se quedaban jugando a las bolitas. O lo que es peor, a las cartas... ¡y por plata! La mayor parte de los repartidores de leche eran niños. Por supuesto, pertenecían a las clases bajas de la sociedad, y solían ser mestizos (mezcla de criollos con indígenas).
Montaban muy bien a caballo y traían la leche desde las afueras de la ciudad en dos tarros grandes. En ese trayecto galopaban con tanto apuro (hasta disputaban carreras entre ellos), que por el movimiento la leche llegaba transformada en manteca.
Otro empleo muy común para los chicos era trabajar en los negocios que estaban ubicados en la Recova, esa galería comercial que dividía la actual Plaza de Mayo. Barrían los locales, hacían mandados y ayudaban en la venta. Eran conocidos como “recoveros”. Por la noche dormían sobre colchones, tendidos en los mostradores de las tiendas. ¡Pobrecitos!...
Puerta a puerta
Los pibes que trabajaban en la Recova también entregaban la mercadería en las casas. Sí, ya se había inventado el delivery. Otra ocupación era ayudar a los mayores en los oficios más tradicionales, como los de farolero, pocero, carpintero o aguatero.