Las escuelas lancasterianas del siglo XVIII eran baratas y educaban a miles de estudiantes. Para tener una no se necesitaba más que un galpón, un maestro y algunos muebles. Sin embargo, tal como lo indican Carla Baredes y Pablo Pineau en “La escuela no fue siempre así” (2008), rápidamente se puso en duda si un galpón enorme era el sitio más adecuado para albergar niños. Así que se empezaron a poner divisiones y tabiques para crear aulas, la sala de dirección y la de maestros, la biblioteca, patios y pasillos. También se contempló que los espacios fueran limpios, luminosos y ventilados. En poco tiempo, la arquitectura escolar cambió muchísimo. Comenzaron a construirse escuelas con mucho lujo. Eran edificios enormes y monumentales, con mármoles, columnas, estatuas y escalinatas. Las nuevas escuelas del siglo XIX se parecían más a palacios que a fábricas.
La identificación de las escuelas-palacio
Para que pudieran ser reconocidas por cualquiera que pasara por la puerta, las escuelas-palacio empezaron a lucir escudos o algún otro símbolo que las identificara. Por otro lado, muchas personas estuvieron de acuerdo en que debían estar lejos de las “malas influencias”, como las calles oscuras, los centros comerciales, las fábricas y las tabernas.
El declive de las escuelas-palacio
Ya en el siglo XX las escuelas se empezaron a construir en forma más sobria y sencilla, con materiales como el ladrillo, el metal y el cemento. Además de ser más económico, el uso de esos materiales hacía que se tardara menos tiempo en construirlas, una necesidad fundamental, ya que cada vez había más alumnos.
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