Félix Saturnino de Alzaga Unzué mandó a construir esta imponente mansión como obsequio para su esposa, Elena Peña Unzué. En la actualidad funciona allí el hotel Four Seasons. En esta nota, Billiken te cuenta la historia de este maravilloso palacio.
Ubicada en la calle Cerrito entre Posadas y Avenida Alvear, la mansión Alzaga Unzué ha sobrevivido por casualidad a las topadoras que ensancharon la Avenida 9 de Julio y que se llevaron consigo maravillas arquitectónicas irrecuperables. No fue la única vez que estuvo a punto de desaparecer: a fines de la década de 1980 fue comprada por la cadena hotelera internacional Hyatt y los aires globalizadores que arrasaron buena parte del patrimonio edilicio porteño también amenazaron con hacerla desaparecer. La salvaron los vecinos y las autoridades municipales de entonces.
En el nuevo milenio, al convertirse en propiedad de la compañía Four Seasons, la mansión no sólo fue restaurada y renovada, sino que hoy es un símbolo de distinción y exclusividad para el hotel, que recibe allí a celebrities internacionales de la talla de Madonna y los Rolling Stones, y personalidades como el duque de Edimburgo, entre muchas otras figuras. Hoy, en todo su esplendor, brilla como emblema de una Argentina que quiso parecerse a París.
Félix Saturnino de Alzaga Unzué mandó a construir esta imponente mansión como obsequio para su esposa, Elena Peña Unzué. Fue uno de esos argentinos que soñaron con tener un Río de la Plata a imagen y semejanza de la capital gala. Bisnieto de Martín, el primer De Alzaga en arribar al país en 1767, “Piruco” contaba con una fortuna tan grande como para asegurar buena vida a su descendencia por varias generaciones. Creció admirando el estilo de vida europeo, que adoptó para sí y deseó para la Argentina.
En aquella Argentina, solo un puñado de apellidos conformaban la aristocracia local. Más allá de la fortuna que cada uno pudiera ostentar, el círculo se cerraba alrededor de las pocas decenas de familias de origen patricio. En ese contexto, y en el afán de conservarse, los casamientos entre primos eran no sólo habituales, sino esperables y celebrados. Por eso no llamó la atención cuando la familia Alzaga Unzué anunció públicamente la unión matrimonial de su hijo mayor, Félix (31) con su prima segunda, Elena (24). Ella también tenía su propia herencia familiar: otras tantas decenas de miles de hectáreas distribuidas en varios campos.
Se casaron el 8 de mayo de 1916 en la Iglesia San Agustín –en Las Heras 2560–. El hecho fue anunciado y reflejado en los principales diarios y revistas del país como uno de los eventos sociales del año.
Ese mismo año, como regalo para su flamante esposa, Félix contrató al arquitecto inglés Robert Prentice, quien había llegado al país para trabajar en la extensión de las redes ferroviarias, y le encomendó hacer la casa en la que deseaba pasar el resto de sus días con Elena. De ninguna manera fue una sorpresa para su mujer, quien le impuso al proyecto su sello y gustos personales, afrancesados al extremo.
Europa ya estaba sumida en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, eso no le impidió a Félix obtener los materiales más refinados para erigir la casa con la magnificencia que quería: mármol en distintos colores de las canteras italianas de Carrara o Calacata, de los Pirineos y del Macizo Central francés, casi todos los muebles de estilo Luis XV y Luis VXI, herrería, grifería, muchas de las aberturas y hasta colecciones de arte oriental de los siglos XVII y XVIII, compradas en París.
La mansión Alzaga Unzué era del tipo hôtel. Más allá del tamaño, la estructura era igual en las tres categorías: un sótano o subsuelo para las dependencias de servicio, un piso principal con acceso a la escalera de honor y donde se distribuían las salas o salones, un piso residencial con las habitaciones de los dueños de casa y, en el último nivel, bohardillas. En cuanto a la ornamentación, no se ahorraron detalles: óleos en las paredes, techos y ventanas con exquisitos moldeados de argamasa, estucos, solados de roble, boisseries, dorados a la hoja, herrajes, mármoles y molduras tallados a mano. Por todo esto, aún hoy es considerada uno de los mejores ejemplos de la arquitectura porteña de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, portadora del eclecticismo propio de la Belle Epoque, que mezclaba los estilos francés, inglés e italiano.
La construcción, de 3.000 metros cuadrados, tardó cuatro años en terminarse. La pareja tenía un total de 20 empleados: dos lavanderas, dos planchadoras, dos choferes –uno para el Mercedes Benz y el otro para el Cadillac–, varias cocineras y empleadas de limpieza, y hasta un “peón de patio” cuya función principal era barrer las hojas de los árboles para evitar que se taparan las rejillas. Claro que también estaban los empleados de jardinería, ya que la residencia tenía un parque a la medida de la imponencia y el lujo de la casa. Diseñado por Carlos Thays, el mayor paisajista de aquella Buenos Aires europeizada, era uno de los espacios favoritos de Elena, quien lo disfrutaba con sus amigas a la hora del té.
Félix era el administrador de los bienes que su padre había legado al morir, en 1919: ganado y decenas de miles de hectáreas, que eran destino frecuente de la pareja, especialmente la estancia de Los Polvorines. Y, por supuesto, cada vez que podían se embarcaban con rumbo a París, donde hacían compras sin límites, visitaban galerías de arte, asistían a conciertos y fiestas de la alta sociedad. Así transcurrieron sus días hasta la muerte de él, en 1974, y de ella, en 1982. Con la vida de ambos, se terminó la historia de las mansiones como residencias familiares.
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