“No abras los ojos”, un cuento donde la protagonista descubre sensaciones inesperadas al vendarse sus ojos para jugar - Billiken
 

“No abras los ojos”, un cuento donde la protagonista descubre sensaciones inesperadas al vendarse sus ojos para jugar

Como todos los fines de semana, Billiken te propone un cuento para leer con tus hijos. Hoy, la imaginación es la protagonista de esta historia que empieza jugando al “gallito ciego”

Por Rodolfo Piovera

Me quedé quieta mientras Javier me cubría los ojos con un pañuelo atado alrededor de mi cabeza. El juego consistía en caminar sin poder ver, y así y todo localizar a mis amigos, y luego, tocándoles la cara, decir quiénes eran. Cuando me lo propusieron creí que era muy fácil. Conocía a todos desde que tengo memoria, no me podía equivocar. Javier me dijo que el juego se llamaba el gallo ciego o la gallina ciega, no me acuerdo bien. Bueno, eso a quién le importa ahora.

Javier me anudó el pañuelo a la nuca y ya no pude ver nada, aunque la luz se filtraba por la tela. No quedé completamente a oscuras. Si me hubieran preguntado en ese momento si era de día o de noche, habría acertado. Era de día, sin dudas. Era una tarde de abril, más precisamente. Bueno, eso lo sabía de antes.

Todos nos reíamos. Estábamos un poco excitados por el nuevo juego, y la más excitada era yo, que había sido elegida la primera víctima… digo, la gallina ciega. Oía sus risas, un poco ahogadas para no delatar su ubicación en el patio. Yo me reía también. Javier me hizo girar un poco, me mareó para despistarme, y luego me soltó: el juego había empezado. Antes de separarse de mí, me dijo al oído “no abras los ojos”. No lo entendí. ¿Qué diferencia había en abrirlos o no, si los tenía cubiertos con el pañuelo?

Caminé de frente unos dos o tres pasos y me quedé quieta. Quería oír alguna risita, las respiraciones, algún sonido para poder detectar una presencia. Algo oí a mi derecha y fui hacia allí. Caminé tres o cuatro pasos y cuando creí que estaba cerca de uno de mis amigos, me di la pierna contra una maceta. ¡Paf! No me caí porque iba muy despacio. Recién entonces tomé conciencia de que el juego no iba a ser sencillo. ¿Por qué? Porque estaba en una casa ajena, en un patio ajeno, el de Mirella, con el que no estaba familiarizado.

Un poco decepcionada enderecé mi rumbo y retomé la dirección que llevaba al principio. ¿Dónde estaban todos? Las risas habían desaparecido, los ruiditos habían desaparecido. No podía oír absolutamente nada, y para colmo estaba rodeada de macetas que obstaculizaban mi paso. A ver si me explico: no solo no podía oír nada, sino que de golpe se había hecho un silencio abrumador. No llegaban siquiera los sonidos de la calle. ¿Qué había pasado?

Ilustración: Catriel Tallarico

Después de un rato, unos minutos, supongo, la luminosidad que hasta entonces se filtraba por la tela del pañuelo, desapareció también. Oscuridad absoluta. Sumando: silencio y oscuridad. ¿No era para salir corriendo?

“No me van a ganar”, me dije a mí misma un poco para darme ánimo. El juego, evidentemente, se trataba de eso, de vencerme a puro miedo. La víctima, yo, caminaba a ciegas buscándolos, y ellos hacían silencio. ¡Y además apagaban la luz! Un momento, pensé entonces. No habían apagado la luz porque estábamos jugando en el patio. Y era de día, y había sol. ¿O ya se había puesto el sol y era de noche? La duda me hizo temblar un poco. Un poco, no tanto. Todavía.

La casa de Mirella se había convertido en un laberinto. Caminaba despacio, con pasos cortos, como si fuera un equilibrista sobre una cuerda tendida en el vacío. Lo hacía para no chocar, pero chocaba igual, no solo contra una maceta, sino contra un balde, una pared, un enano de jardín, y entonces cambiaba de dirección. Estaba totalmente desorientada. Hasta que me pareció que ya no estaba en el patio, que había entrado a alguna pieza o no sé qué parte de la casa. Sentí frío. Mucho frío. El juego se estaba complicando, y no lo disfrutaba. ¿Qué hacer?

En el peor momento recordé las palabras de Javier: “No abras los ojos”. Al principio no había entendido qué quiso decir. Ahora sí. ¡Había que caminar con los ojos cerrados para poder ver! Yo los había mantenido abiertos debajo del pañuelo para descubrir alguna sombra, alguna silueta, pero había sido un fracaso. Entonces los cerré. Y vi. ¿Qué vi? Ese no era el patio de la casa de Mirella ni ninguna de sus piezas. ¡Estaba en otra parte!

El bosque era bastante cerrado, con árboles muy altos y de troncos delgados. El suelo estaba lleno de hojas secas. Seguía siendo de tarde, pero ya no hacía frío. Todo lo contrario: una sensación cálida y agradable me acarició la piel. Oí cantar a los pájaros y el crujir de las hojas al pisarlas. Pero lo mejor estaba por ocurrir. A medida que caminaba por el bosque iba descubriendo a mis amigos, uno a uno: se habían ocultado detrás de los árboles. Con cada hallazgo seguía una risa a boca llena. Hasta que descubrí a todos. Entonces los junté y les dije que, por un momento, pensé que estábamos jugando en el patio de la casa de Mirella. Me miraron como si estuviera loca.

Después abrí los ojos.

FIN

(Publicado en la edición 5134 de Billiken)

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