En el barrio de Barracas, se construyó una iglesia en su memoria. Algunos vecinos dicen que escuchan los pasos de la joven durante las noches.
La historia de Felicitas Guerrero se remonta al Buenos Aires de fines del siglo XIX y posee varias características que la hacen atrapante y misteriosa. Una tragedia que terminó por convertirse en leyenda urbana.
Felicitas Guerrero era una joven de la alta sociedad porteña, quien con tan solo 18 años contrajo matrimonio con Martín de Álzaga, de 50, un estanciero y comerciante, considerado uno de los hombres más ricos de la época. Se trató de un casamiento arreglado por los padres de la muchacha en un contexto donde las mujeres no podían decidir y debían obedecer las directivas de los varones de la familia. Sin voz, sin ser escuchadas, consideradas una propiedad, el destino de las mujeres estaba sellado desde pequeñas: su lugar era la casa y el cuidado de los futuros hijos. Así, la vida de Felicitas ya estaba predeterminada.
La pareja se casó en el año 1864 y al cabo de algunos años, nació Félix, el primer hijo del matrimonio Guerrero-de Álzaga, a quien ella se dedicó por completo. Pero la felicidad se vería cortada con la llegada de la fiebre amarilla, epidemia que azotó Buenos Aires y que en 1869 terminó con la vida del pequeño niño. Unos meses después, Felicitas quedó embarazada de su segundo hijo, al mismo tiempo que su marido enfermó, quizá producto de la depresión profunda en la que había entrado luego de la muerte de su hijo.
Finalmente, de Álzaga fallece el 1 de marzo de 1870 y Martín, el segundo hijo, muere al nacer un día más tarde. Una doble tragedia en tan solo 48 horas.
Con tan solo 25 años, Felicitas quedó viuda y arrastrando el dolor por la muerte de sus dos pequeños hijos. Portadora de una belleza que no pasaba desapercibida, se convirtió en una joven extremadamente rica, dueña de grandes campos en la provincia de Buenos aires.
Su juventud y belleza la convirtieron en una de las mujeres más deseadas de la época. Enrique Ocampo, quien sería tío abuelo de la escritora Victoria Ocampo, estaba enamorado de Felicitas desde antes de su casamiento y ahora la viudez de la joven le brindaba nuevas esperanzas; esperaba así poder formalizar una relación. Algunas versiones dicen que ella solo mantenía una distancia amistosa, otras plantean que hubo un romance.
Lo cierto es que Felicitas disfrutaba mucho del campo, solía pasar temporadas en su estancia en el partido de Castelli y fue allí donde conoció a quien se convertiría en su segundo esposo, Samuel Sáenz Valiente, un joven estanciero. En uno de sus paseos, se desató una tormenta y Felicitas se perdió. De pronto, se cruzó con un jinete que la ayudó a regresar a la estancia. El flechazo fue instantáneo.
El 29 de enero de 1872 la pareja se comprometió y anunció el casamiento. El gran evento se realizó en la casa de la familia Guerrero, ubicada en el barrio de Barracas. En un momento de la reunión, la joven se dirigió a su habitación a cambiarse de ropa y en el trayecto fue interceptada por Ocampo, quien insistió en que necesitaba hablar con ella en privado. La escena fue visualiza por un primo y uno de los hermanos de la joven, quienes, percibiendo el peligro, se quedaron cerca.
Ocampo estaba muy nervioso, le reprochó la decisión de casarse y la increpó con preguntas. Ante la certeza de que Felicitas iba a contraer matrimonio con su prometido, Ocampo sacó un arma y la amenazó. Ella quiso salir de la sala y, al darse vuelta, recibió un disparo en la espalda y cayó al piso.
Sobre lo que sucedió después circulan dos versiones, una que Ocampo se suicidó y otra que el hermano y el primo de Felicitas lo mataron. Finalmente, el juez que intervino en la causa, Ángel Carranza, sentenció que se había tratado de un suicidio.
Felicitas agonizó algunas horas y falleció en la madrugada del 30 de enero. Sus restos reposan en el Cementerio de la Recoleta.
Los padres de la muchacha estaban desconsolados y ante tanto dolor decidieron ordenar la construcción de una iglesia en el lugar donde la habían asesinado. Siete años después, el 30 de enero de 1879 la iglesia de Santa Felicitas abrió sus puertas.
Años más tarde, los vecinos de la zona empezaron a decir que escuchaban pasos en la nave de la iglesia durante las noches, cuando ya estaba cerrada. Así empezó a generarse la leyenda del fantasma de Felicitas y una tradición que consiste en que mujeres que desean casarse dejan un pañuelo atado a las rejas de la iglesia. Si al día siguiente está húmedo, significa que muchacha les desea suerte a través de sus lágrimas para que no les suceda lo mismo que a ella.
Más allá de la leyenda y de los mitos que se han generado alrededor de la figura de la joven, la vida de Felicitas Guerrero pone en escena la opresión de las mujeres en esa época.
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