Estos animales pueden llegar tranquilamente a los 100 años de vida. No es magia, es ciencia.
Las tortugas son animales conocidos por su longevidad. Su esperanza de vida depende de la especie, pero en promedio muestra valores mucho más altos que el resto de los animales.
Si bien las más pequeñas viven solo un cuarto de siglo, la mayoría de las acuáticas viven hasta los 40 años, y las tortugas terrestres pueden superar los 100.
Que existan y hayan existido tortugas que pasaron los 100 años -como Jonathan, la tortuga de 192 años que aún está viva y va por los 200 - funciona como evidencia de la resistencia de la especie.
Las razones que explican este fenómeno son, principalmente, tres.
Una teoría tiene que ver con que las tortugas son de sangre fría y tienen un metabolismo lento.
No tienen que comer tanto para sobrevivir, ya que utilizan la energía que obtienen de los alimentos muy, muy lentamente. Como son de sangre fría, tampoco necesitan emplear mucha energía para mantenerse calentitas.
Nuestro cuerpo necesita energía para funcionar. Cuando ingerimos alimentos, este utiliza reacciones químicas para convertirlos en energía que podamos poner en uso. Lo que pasa es que, a veces, este proceso químico también produce otros elementos que pueden dañar nuestros tejidos y células.
Pero, ¿las células y tejidos de las tortugas? Quedan bastante intactas: por su metabolismo y tipo de sangre, no sufren tantos daños como cabría esperar para su edad y tamaño.
Una segunda teoría sobre por qué las tortugas viven tanto también está relacionada con ese bajo metabolismo.
Las tortugas suelen hibernar: se hunden en el barro del fondo de un lago o estanque y permanecen inactivas durante una temporada, por lo que consumen todavía menos energía y, de esta manera, se reducen los daños al cuerpo y obtienen más años de vida.
Con el tiempo, las tortugas lograron desarrollar defensas especiales contra los depredadores. Una en especial explica su supervivencia en el tiempo: el caparazón.
Los animales que tienen caparazones duros están protegidos casi al 100% de ser devorados; cuanto más duro es el caparazón, menos probabilidades hay de convertirse en la cena de otro.
Redacción - Paloma Sol Martínez.
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