“Los chasquis”, un cuento que transcurre en los días de la Revolución de Mayo de 1810 - Billiken
 

“Los chasquis”, un cuento que transcurre en los días de la Revolución de Mayo de 1810

Este fantástico relato nos cuenta las aventuras de un padre y su hijo por los caminos del por entonces Virreinato del Río de la Plata, y nos sirve papa ambientar la vida de la gente en la tierra que pronto serían las Provincias Unidas. 

Por Laura Ávila

Eliseo estaba acostumbrado a viajar. Don Leandro, su papá, era chasqui, es decir mensajero. Se encargaba de llevar cartas, paquetes y confidencias por todo el Virreinato.

Cuando Eliseo era más chiquito había vivido en las orillas de Buenos Aires, con un sacerdote que tenía una escuela de primeras letras. Había otros chicos como él, pero Eliseo era el preferido, porque fue el primero en aprender a leer, y era el único que no apedreaba a la vaca del cura.

Apenas Eliseo fue capaz de montar solo, su padre lo sacó de la escuela ignorando sus llantos y protestas, y comenzó a enseñarle el duro oficio de chasqui.

Un chasqui debía conocer todos los caminos y saber qué hacer si un sendero se inundaba durante una crecida. Tenía que penetrar en lugares llenos de mosquitos y sabandijas.

Ilustró: Silvana Benaghi

Tenía que saber curar a su caballo si éste se le mancaba en el medio de la pampa. Y también tenía que saber aguantarse el hambre y las ganas de contar secretos. Porque un buen chasqui tenía que ser leal y fiel, y transmitir todos los encargos que le dieran. sin olvidarse ninguno ni revelárselos a nadie.

Don Leandro estaba orgulloso, porque era el mejor de los chasquis. Pero no sabía leer.

Eliseo, que sí sabía, siempre abría las cartas que transportaban para conocer las últimas noticias. Incluso se había conseguido un pedazo de lacre con el que volvía a cerrar los sobres una vez que terminaba sus lecturas, para que su padre no se enterase.

Eliseo no leía las cartas de puro curioso, sino más bien para no olvidarse de lo que había aprendido. Secretamente, estaba enojado con su padre, porque había interrumpido sus estudios. Eso era algo que le molestaba en el pecho y lo separaba de Don Leandro como una barrera invisible.

Ese julio de 1810 Eliseo cumplió diez años en Santiago del Estero. Lo festejaron en una posta, una especie de posada donde los viajantes podían elegir caballos de repuesto, comer o dormir, siempre que no le importaran las vinchucas.

La postera les informó que en la capital se había armado un gran revuelo:

–¡Dicen que los porteños echaron al virrey y pusieron una Junta! ¿Será cierto eso, don Leandro?

–Menos averigua Dios y perdona –replicó Don Leandro armando un cigarro.

Pero cuando tomaron el camino que conducía a Buenos Aires, el chasqui dijo:

–Es verdad lo que decía la postera, m’hijo. Hay mudanza en la capital.

–¿Eso es bueno o malo, papá?

–Tanto no sé. Pero a partir de ahora vos serás todo oído y nada de trompa. ¿Estamos?

Eliseo dijo que sí y se aferró al pescuezo de su caballo. Una fina llovizna había comenzado a caer, y para cuando llegaron al próximo refugio, después de una larga cabalgata, estaban empapados hasta los huesos.

Era la posta de los Talas. Unos caballeros, abrigados con capa y con caras que iban del desaliento a la furia, comían una sopa espesa.

–¡Eh, zambo! ¿Vos vas a Buenos Aires? –dijo uno, llamando a Don Leandro con una seña.

Eliseo tuvo un ataque de bronca. No le gustaba que le dijeran “zambo” a su padre. Eso era una especie de insulto, porque en esa época la gente discriminaba mucho por los colores de la piel, y zambo quería decir que Don Leandro tenía sangre negra.

Don Leandro se adelantó y asintió con la cabeza, pasando por alto el maltrato:

–¿Qué se le anda ofreciendo, su merced? –dijo.

El hombre miró hacia todos lados, se acercó a Don Leandro y le entregó un sobre lacrado.

–Directo a la casa de Coloma. Tiene que estar el lunes a la mañana, y no andés divulgando nada.

–Nunca traicioné mi oficio –dijo Don Leandro con altivez, provocando la risa de los demás caballeros:

–¡Guarda, Salazar! ¡Este zambo tiene más aires que un príncipe!

–Mejor –murmuró el llamado Salazar–. Necesitamos quien simpatice con la monarquía.

Eliseo ya estaba calentándose los pies cerca del brasero cuando su padre le ordenó que preparara un caballo fresco.

–Seguimos viaje hasta Buenos Aires –dijo sin más comentarios.

Así dispuestos, llegaron a la Plaza de la Victoria un mediodía. La lluvia había cesado y ahora despuntaba un sol frío pero amarillo, que iluminaba todas las cosas.

La plaza estaba llena, como si fuera el día de la Virgen. Se paseaban vecinos junto a gauchos, indios, negros, comprando en la Recova, jugando a la taba o poniéndoles flores a los santitos que adornaban los atrios.

–¿Qué pasa? –dijo Eliseo, encantado. Nunca había visto a Buenos Aires tan animada.

Don Leandro fue a atar los caballos y Eliseo se escabulló adentro de la Catedral: en el altar no había un cura, sino un hombre joven vestido con saco de pana. En un atril tenía una especie de diario, que leía a los gritos para todos los presentes que colmaban la nave:

–¡Es hora de pensar en las cosas del gobierno, no importa el color ni la cuna!

La gente que estaba en la iglesia vivaba al lector como si presenciara una corrida de toros. Eliseo vio esas caras de todos colores brillantes de alegría:

–¡Viva el doctor Moreno! ¡Viva la Junta! –gritaban los más exaltados.

El doctor Moreno, que era el que estaba leyendo la gaceta en el altar, agitó el puño y remató:

–¡El color no quiere decir nada! ¡Es pura influencia de los climas!

Una lluvia de aplausos coronó esas palabras. Eliseo se sintió feliz, pero Don Leandro apareció y lo sacó de la iglesia.

–No te metas en líos. Mañana a la madrugada vamos a lo de Coloma.

Esa noche Don Leandro armó su campamento cerca del río. Eliseo le apagó el cigarro cuando se quedó dormido, para que no se le quemara el bigote.

Como no tenía nada que hacer, sacó la carta que le habían confiado a su padre en la posta de los Talas y la abrió con su cuchillo. Lo que leyó lo dejó helado. ¡En ese mensaje se tramaba una conspiración para derrocar a la Junta!

Ilustró: Silvana Benaghi

Estaba meditando qué hacer cuando vio que su padre se hallaba despierto y lo miraba.

–Coloma es un realista –dijo Don Leandro lentamente–.

No quiere ni a la Junta ni a la gente de diferentes colores. Eliseo lo miró, no sabiendo bien qué responder.

–¿Sabés por qué te saqué de la escuelita del cura? –dijo el chasqui con áspera ternura.

Eliseo negó, turbado. Ni se imaginaba que su padre sabía el dolor que eso le había causado.

–Te saqué porque no podías llegar más lejos en tus estudios, por ser el hijo de un zambo.

–Papá...

–Pero ahora... Esta gente dice que eso no importa. Esta gente trae algo nuevo.

Don Leandro echó en falta su cigarro. Eliseo le armó uno y el chasqui empezó a fumarlo, mirando las aguas del río oscurecidas por la noche.

–Mi padre fue chasqui. Y quería que yo fuera el mejor. ¿Qué se necesita para ser el mejor chasqui, Eliseo?

–Saber guardar un secreto y transmitir todos los mensajes, papá.

–Bien dicho.

Eliseo tragó saliva. Sabía que su papá amaba su oficio, que su orgullo de chasqui era lo único que tenía.

Por eso lo que vio a continuación lo hizo quedar sin aire. Don Leandro tomó la carta para Coloma y le prendió fuego con la punta de su cigarro. El papel ardió, ayudado por el viento.

Y así desapareció la barrera que los separaba. Porque Eliseo entendió que su padre estaba dando todo lo que tenía para que él, su hijo, creciera en una tierra distinta.

FIN

(Publicado en la edición 4700 de Billiken)

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